Juan Rulfo

Escritor y fotógrafo mexicano, Juan Rulfo nació en San Gabriel el 16 de mayo de 1917. Está considerado uno de los escritores más influyentes del S.XX.
Criado en san Gabriel, Rulfo viaja a Ciudad de México donde se interesa en el estudio de la historia del arte y en la fotografía. Durante las dos décadas siguientes, años 30 y 40, viaja por el país y escribe sus primeros cuentos, algunos de los cuales son publicados en revistas.
Gracias a dos becas obtenidas del Centro Mexicano de escritores, Rulfo logra publicar “El llano en llamas” (1953), una antología de sus mejores relatos. Dos años más tarde publicaría la que es su obra más conocida, “Pedro Páramo “(1955), novela que hoy en día sigue levantando interés, tanto en el público como en el ámbito académico.
Con esos dos volúmenes como corpus creativo, Rulfo se convirtió en pieza clave de la literatura en castellano y su influencia, reconocida por escritores como Borges, se extendió a otros países a medida que su obra fue traducida.

 

Pedro Páramo

“Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”

Años cuarenta del siglo pasado. Alentado por su madre en el lecho de su muerte, Juan Preciado viaja cargado de ilusiones en busca de su padre, a quien no conoce. Pero al llegar al pueblo mexicano de Comala, un lugar vacio, misterioso, sin vida, el lugar donde le dijeron que vivía, sólo encuentra recuerdos… Los recuerdos de todo un pueblo en torno a ese hombre, Pedro Páramo: de cómo se convirtió en el patrón de la hacienda más importante de la región; de cómo mató, extorsionó o utilizó a todos sin escrúpulos; de cómo se enfrentó a la revolución; de cómo, por culpa de su frustrado amor por Susana San Juan, terminó por pudrirse en vida… y Comala entera con él. Tanto es así que Juan empieza a sospechar, a su llegada, que todos los que habitan ese lugar no son otra cosa que almas en pena…

Si recordaras amor mío…

Si recordaras, amor mío, qué es lo que te aguarda tras las
seguras paredes de la espera.
Si recordaras cómo ¡y qué cruelmente! el deseo atendido
oculta su puñalada de decepción.
Si recordaras que, una vez que la pasión estalla, el secreto
deja de ser escudo y huida,
no me insistirías para que te mostrara, para que te ofreciera,
para que te otorgue.
Sino que te resignarías a sobrevivir dentro de mí en el dúctil
territorio de los sueños, donde todos los modos de ternura
que puedas inventar son permitidos, toda tempestad música
y ningún temor es irrevocable.
Si recordaras, Amor mío, qué es lo que te aguarda tras las
seguras paredes de mi corazón,
no me obligarías a levantarme en armas contra ti, a detenerte,
a desmentirte, a amordazarte, a traicionarte…
antes de que te me arrebaten, dulce silencio mío,
mi único tesoro, insensato e irreductible sentimiento.

Ana Rossetti

De «Punto umbrío» 1995

El viejo que hacía florecer los árboles

Un anciano leñador vivía en una humilde casa a orillas de un bosque, con su anciana mujer. No tenían hijos. Un día, de camino al bosque, vio junto al camino a un perro desvalido y muy flaco. Alguien le había abandonado, y al anciano se le encogió el corazón. Sin pensárselo dos veces, le envolvió entre su kimono y lo llevó corriendo a su casa. Al verle, su mujer se extrañó.

¿Cómo regresas tan pronto- preguntó.

Entonces, su marido le mostró al perro que acababa de recoger.

¡Oh! ¡Qué bonito es! ¿Quién habrá podido abandonarlo? Le curaremos y cuidaremos de él como si fuera nuestro hijo.

Y así fue cómo la pareja de ancianos dedicaron todos sus esfuerzos al salvar al asustado animal, que muy pronto comenzó a sentir un profundo amor y agradecimiento hacia ellos. Al fin recuperó su peso y su hermoso pelaje blanco. Y la pareja le puso el nombre de ‘Shiro’, que significa ‘blanco’.

Meses después, el anciano partió con su azadón hacia un lugar del huerto que tenía junto a su casa. Y de pronto, Shiro, que le acompañaba dando brincos de felicidad a todas partes, empezó a ladrar y a saltar como un loco en un rincón del huerto, señalando con la pata y el hocico al suelo.

El anciano pensó que quería mostrarle algo, así que cavó donde el animal señalaba. Y al instante manó del agujero una fuente de monedas de oro. El hombre, totalmente impresionado, corrió con las monedas para contarle a su mujer lo que había pasado.

Pero alguien había estado observando todo: su vecino, que era muy codicioso, le había espiado entre los matorrales y lo había visto todo. Muerto de envidia, pidió al anciano al día siguiente que le dejara el perro.

Solo un día- le dijo- Me gustaría cuidarlo durante un solo día.

El anciano, conmovido por sus ruegos, accedió. El vecino llevó entonces a Shiro a su huerto, arrastrándole con la correa, ya que el animal, que podía ver los sentimientos codiciosos del vecino, sentía terror hacia él.

Y como no era capaz de moverse, el malvado vecino le ató a un árbol y le obligó a señalar algún lugar del suelo. Temblando, mostró con el hocico el trozo de tierra al que podía llegar y el hombre empezó a cavar. Pero en lugar de oro, solo encontró andrajos y zuecos viejos. Enfadado, golpeó con el azadón al perro, cortando con el golpe la cuerda al tiempo que le hacía una profunda herida.

Shiro escapó desesperado y corrió hacia la casa de sus amos. Al legar, el anciano se horrorizó al verlo:

¡Shiro! ¿Qué te han hecho? ¡Oh, perdóname, amigo! ¡No puede ser!

A pesar de los intentos de los ancianos por curar su herida, el pobre animal murió.

Al día siguiente le enterraron en el lugar donde Shiro les había indicado que había oro. Y allí mismo plantaron un pequeño pino. La magia comenzó a actuar entonces. El árbol empezó a crecer con tanta rapidez, que en 15 días ya era un enorme pino que daba sombra a toda la huerta.

Las personas del pueblo acudían a diario a ver aquella maravilla.

¡Es increíble!- decían unos.

¡Es un milagro!- decían otros.

La pareja estaba convencida de que era el espíritu de Shiro quien hacía crecer aquel árbol así.

Recordando lo que le gustaban a su querida mascota los rollitos de arroz, decidieron hacer con el tronco del árbol un mortero para llevarle a la tumba su comida favorita. Con mucha delicadeza, el anciano taló el árbol y creó un hermoso mortero. Pero, al moler el grano, vieron con asombro que éste se transformaba en oro. La noticia circuló rápido por la pequeña aldea, y llegó a oídos del malvado vecino, quien acudió enseguida a pedirle prestado el mortero al anciano.

Me siento fatal por lo que le pasó a Shiro- dijo mintiendo el vecino- Por favor, deja que le lleve rollitos de arroz a la tumba. Pero necesito que me dejes el mortero, porque el mío se rompió.

El anciano, conmovido, le dejó el mortero, y su avaricioso vecino fue con él corriendo a su casa. Su mujer comenzó a moler los granos de arroz, con los ojos sedientos de codicia, pero en lugar de oro, solo aparecían andrajos y zuecos viejos.

¡Maldito viejo embustero!- gritó el hombre- ¡Este mortero no sirve para nada!

Y diciendo esto, lo rompieron en mil pedazos y lo tiraron al fuego.

El anciano fue a buscar su mortero al día siguiente, y el vecino le dijo:

Ya no está. Se rompió al primer golpe y lo tiré al fuego.

El anciano se horrorizó al ver su mortero convertido en cenizas, pero en lugar de odio sintió mucha pena. Decidió llevarse las cenizas de su mortero para esparcirla sobre la tumba de su querido amigo. Pero por el camino, justo cuando pasaba por unos árboles desnudos por el invierno, un viento sopló e hizo volar parte de las cenizas, que al posarse sobre las ramas de los árboles, comenzaron a llenar de flores y vida a las plantas. Las personas que estaban cerca, contemplaron el milagro del viejo que hacía florecer los árboles atónitos. Todos los árboles florecían, mientras que el anciano canturreaba contento:

¡Mirad, mirad, el viejo jardinero hace florecer los árboles!

Y dio la casualidad que un ilustre señor pasaba por allí. Al ver lo que sucedía quedó maravillado y dijo al anciano:

¡Es la primera vez que alguien hace florecer un árbol! ¡Es tan hermoso! Anciano, te mereces una recompensa.

Y diciendo esto, le tendió una enorme bolsa con monedas de oro. El vecino, que lo había visto todo, lleno de ira, recogió las pocas cenizas que quedaban del mortero y corrió en busca del noble.

¡Espere! ¡Yo también sé hacer eso!

¿Ah, sí? ¿Tenemos dos personas con el mismo don esta pequeña aldea? ¡Demuéstralo!

Y el malvado vecino esparció las cenizas. El viento hizo que fueran directas hacia el noble, que no pudo evitar toser, mientras decía:

¡Menudo granuja mentiroso! ¡Te mereces un castigo!

Entonces, el vecino, ahora sí, arrepentido, le contó todo lo que había pasado, y cómo había dado muerte al perro.

¡Ahora entiendo que todo es culpa mía! – dijo entre sollozos – Por favor, estoy arrepentido, dadme una oportunidad y demostraré que puedo transformar mi corazón.

El noble, que era bondadoso, decidió darle esa oportunidad. Desde entonces, el vecino cambió por completo. Ayudaba en todo a los ancianos y acudía con frecuencia junto a ellos a la tumba de Shiro para ofrecerle esos rollitos de arroz que tanto le gustaban en vida.

 

 

Los ocho soles

Hace miles de años, nuestro planeta no giraba como ahora alrededor de un único sol, sino de ocho soles. Como te puedes imaginar, el calor y la luz eran tan intensos, que hacían casi insoportable la vida en la tierra.
A los humanos les resultaba muy difícil cultivar porque casi todos los mares, ríos y lagos se habían evaporado, dejando los campos completamente secos. Los animales ya no encontraban árboles donde refugiarse ni pastos que comer. Desgraciadamente, tampoco quedaban lugares habitables a los que emigrar para poder sobrevivir. La escasez de alimentos y agua era tan grande, que nuestro maravilloso planeta azul se estaba convirtiendo en un planeta desértico en el que la poca vida que quedaba estaba a punto de extinguirse.
Un día, en un lugar de Asia, un grupo de hombres decidió que la situación era realmente desesperada ¡Ocho soles iluminando y calentando la tierra eran demasiados!
Hablaron largo y tendido sobre cómo poner fin a esta terrible situación y llegaron a la conclusión de que lo mejor, era asustar a siete soles y quedarse solamente con uno.
La idea era buena pero… ¿Cómo hacerlo?
A un joven se le ocurrió que podían llamar al arquero más hábil del poblado para que disparara a los soles y se escondieran para siempre. A todos les pareció una opción estupenda y, sin perder tiempo, salieron en su busca.
El arquero se sintió muy halagado y aceptó encantado la propuesta. Escogió las siete flechas más afiladas que tenía y subió a lo alto de una montaña. Tensó el arco, afinó la puntería y disparó al primer sol. El brillante astro, al recibir el impacto, se acobardó y se escondió para siempre. Después, hizo lo mismo con el segundo, con el tercero, con el cuarto, con el quinto, con el sexto y con el séptimo sol.
Hasta ahí, el plan había salido a la perfección, pero algo sucedió: el octavo sol, al ver lo que estaba ocurriendo, tuvo miedo y decidió desaparecer del cielo antes de que una de esas flechas puntiagudas le hiriera en lo más hondo de su corazón.
Espantado, se deslizó tras el horizonte. Automáticamente, la luz y el calor se esfumaron,  la oscuridad se adueñó del planeta y un frío inmenso se extendió por todos los continentes.
Los hombres del poblado se abrazaron aterrorizados y se pusieron a llorar sin dejar de mirar el firmamento ¡No podían vivir sin el octavo sol!
Se juntaron de nuevo a deliberar porque la situación era crítica y había que encontrar una solución rápida y eficaz. Un muchacho sugirió que quizá si el sol escuchaba la llamada de auxilio de los animales, sentiría pena y volvería. Los demás se miraron y sin decir nada más, se dispersaron a toda velocidad para avisar a miembros de diferentes especies. Como era de esperar, los animales comprendieron la necesidad de colaborar y subieron a la montaña para intentar contactar con el sol.
Una vaca mugió, un elefante barritó, un tigre rugió, un caballo relinchó… Cada uno sin excepción fue llamando al sol con todas sus fuerzas, pero no se consiguió nada. El sol estaba tan asustado que se negaba a regresar.
Cuando ya habían perdido toda esperanza y un manto de hielo comenzaba a cubrir todos los valles hasta donde alcanzaba la vista, llegó un pequeño gallo decidido a echar una mano. Alcanzó la cima de la montaña y envuelto en la penumbra, sacudió las plumas, estiró el cuello y comenzó a cantar con todas sus fuerzas.
El kikirikí lastimero del animalito retumbó en el espacio y llegó a oídos del octavo sol. La gran estrella sintió mucha ternura y entonces comprendió que no tenía nada que temer. En el fondo, era consciente de que sin su grandiosa presencia, la vida desaparecería en cuestión de horas y la tierra acabaría siendo una horrible bola gris cubierta de polvo y piedras.
Y así fue cómo, tímidamente, el hermoso e increíble sol comenzó a salir a lo lejos ante la mirada atónita de todos los seres vivos. Humanos y animales empezaron a aplaudir de emoción y a sentir cómo el calorcito templaba de nuevo sus gélidos cuerpos.
La luz se extendió hasta el último rincón, el hielo se derritió como mantequilla sobre el fuego y los campos florecieron de golpe con la repentina primavera ¡Al fin la tierra volvía a lucir en todo sus esplendor!
Desde entonces, y gracias a su hazaña, el gallo tiene el honor de despertar con su canto al sol cada mañana, por si acaso se queda dormido.

Funes, el memorioso

Lo recuerdo (yo no tengo derecho a pronunciar ese verbo sagrado, sólo un hombre en la tierra tuvo derecho y ese hombre ha muerto) con una oscura pasionaria en la mano, viéndola como nadie la ha visto, aunque la mirara desde el crepúsculo del día hasta el de la noche, toda una vida entera. Lo recuerdo, la cara taciturna y aindiada y singularmente remota, detrás del cigarrillo. Recuerdo (creo) sus manos afiladas de trenzado. Recuerdo cerca de esas manos un mate, con las armas de la Banda Oriental; recuerdo en la ventana de la casa una estera amarilla, con un vago paisaje lacustre. Recuerdo claramente su voz; la voz pausada, resentida y nasal del orillero antiguo, sin los silbidos italianos de ahora. Más de tres veces no lo vi; la última, en 1887… Me parece muy feliz el proyecto de que todos aquellos que lo trataron escriban sobre él; mi testimonio será acaso el más breve y sin duda el más pobre, pero no el menos imparcial del volumen que editarán ustedes. Mi deplorable condición de argentino me impedirá incurrir en el ditirambo -género obligatorio en el Uruguay, cuando el tema es un uruguayo. Literato, cajetilla, porteño; Funes no dijo esas injuriosas palabras, pero de un modo suficiente me consta que yo representaba para él esas desventuras. Pedro Leandro Ipuche ha escrito que Funes era un precursor de los superhombres, «un Zarathustra cimarrón y vernáculo «; no lo discuto, pero no hay que olvidar que era también un compadrito de Fray Bentos, con ciertas incurables limitaciones.

Mi primer recuerdo de Funes es muy perspicuo. Lo veo en un atardecer de marzo o febrero del año 84. Mi padre, ese año, me había llevado a veranear a Fray Bentos. Yo volvía con mi primo Bernardo Haedo de la estancia de San Francisco. Volvíamos cantando, a caballo, y ésa no era la única circunstancia de mi felicidad. Después de un día bochornoso, una enorme tormenta color pizarra había escondido el cielo. La alentaba el viento del Sur, ya se enloquecían los árboles; yo tenía el temor (la esperanza) de que nos sorprendiera en un descampado el agua elemental. Corrimos una especie de carrera con la tormenta. Entramos en un callejón que se ahondaba entre dos veredas altísimas de ladrillo. Había oscurecido de golpe; oí rápidos y casi secretos pasos en lo alto; alcé los ojos y vi un muchacho que corría por la estrecha y rota vereda como por una estrecha y rota pared. Recuerdo la bombacha, las alpargatas, recuerdo el cigarrillo en el duro rostro, contra el nubarrón ya sin límites. Bernardo le gritó imprevisiblemente: «¿Qué horas son, Ireneo?»». Sin consultar el cielo, sin detenerse, el otro respondió: ‘Faltan cuatro minutos para las ocho, joven Bernardo Juan Francisco». La voz era aguda, burlona. Yo soy tan distraído que el diálogo que acabo de referir no me hubiera llamado la atención si no lo hubiera recalcado mi primo, a quien estimulaban (creo) cierto orgullo local, y el deseo de mostrarse indiferente a la réplica tripartita del otro.

Me dijo que el muchacho del callejón era un tal Ireneo Funes, mentado por algunas rarezas como la de no darse con nadie y la de saber siempre la hora, como un reloj. Agregó que era hijo de una planchadora del pueblo, María Clementina Funes, y que algunos decían que su padre era un médico del saladero, un inglés O’Connor, y otros un domador o rastreador del departamento del Salto.

Vivía con su madre, a la vuelta de la quinta de los Laureles. Los años 85 y 86 veraneamos en la ciudad de Montevideo. El 87 volví a Fray Bentos. Pregunté, como es natural, por todos los conocidos y, finalmente, por el «cronométrico Funes». Me contestaron que lo había volteado un redomón en la estancia de San Francisco, y que había quedado tullido, sin esperanza. Recuerdo la impresión de incómoda magia que la noticia me produjo: la única vez que yo lo vi, veníamos a caballo de San Francisco y él andaba en un lugar alto; el hecho, en boca de mi primo Bernardo, tenía mucho de sueño elaborado con elementos anteriores. Me dijeron que no se movía del catre, puestos los ojos en la higuera del fondo o en una telaraña. En los atardeceres, permitía que lo sacaran a la ventana. Llevaba la soberbia hasta el punto de simular que era benéfico el golpe que lo había fulminado… Dos veces lo vi atrás de la reja, que burdamente recalcaba su condición de eterno prisionero: una, inmóvil, con los ojos cerrados; otra, inmóvil también, absorto en la contemplación de un oloroso gajo de santonina. No sin alguna vanagloria yo había iniciado en aquel tiempo el estudio metódico del latín. Mi valija incluía el De viris illustribus de Lhomond, el Thesaurus de Quicherat, los Comentarios de Julio César y un volumen impar de la Naturalis historia de Plinio, que excedía (y sigue excediendo) mis módicas virtudes de latinista. Todo se propala en un pueblo chico; Ireneo, en su rancho de las orillas, no tardó en enterarse del arribo de esos libros anómalos. Me dirigió una carta florida y ceremoniosa, en la que recordaba nuestro encuentro, desdichadamente fugaz, «del día 7 de febrero del año 84», ponderaba los gloriosos servicios que don Gregorio Haedo, mi tío, finado ese mismo año, «había prestado a las dos patrias en la valerosa jornada de Ituzaingó «, y me solicitaba el préstamo de cualquiera de los volúmenes, acompañado de un diccionario «para la buena inteligencia del texto original, porque todavía ignoro el latín».

Jorge Luís Borges

Construir paso a paso

Personajes:

  1. Manuel: Joven de unos veinte años. Sueña con trabajar como creativo publicitario en una gran compañía de bebidas llamada Amusant.
  2. Chano: Joven de unos veinte años. Sueña con trabajar como creativo publicitario en una gran compañía de bebidas llamada Amusant.
  3. Extras: Caminan por la calle y/o miran vidrieras de negocios en el Acto II

De acto en acto el aspecto de los protagonistas irá variando; considerando que cada uno ocurre con años de posterioridad al anterior.

ACTO I

Personajes que intervienen en este acto: Manuel y Chano.

Escenario: La mesa de un café.

(Los jóvenes toman una bebida/gaseosa/refresco.)

Chano: ¿Viste la última publicidad de Amusant?

Manuel: Si, está muy bien.

Chano: No me canso de decirlo, ¡qué buen trabajo ser publicista!

Manuel: ¿Quién sabe?, quizás un día nosotros estemos haciendo las campañas publicitarias para todas las marcas de la compañía.

Chano: ¡Salud por eso! Yo estoy seguro de que ese es mi futuro, soy un creativo nato, nací para eso.

(Los jóvenes brindan con sus bebidas)

Manuel: Yo por mi parte voy a empezar por donde se pueda. Me he enterado de que necesitan un mensajero y voy a llevar mi curriculum, quizás tenga suerte. Podrías llevarlo tu también.

Chano: Ah, no, no, tampoco quiero empezar de tan abajo. Sé que mis ideas son fuera de lo común y tan pronto surja la oportunidad como creativo me presento y sé que quedo, tengo el firme presentimiento.

Manuel: Mmm, bueno, bien por ti si crees en esas grandes oportunidades.

Chano: (Con una cuota de ironía) Suerte para ti con el trabajo de mensajero.

ACTO II

Personajes que intervienen en este acto: Manuel, Chano y Extras.

Escenario: Una calle con vidrieras de locales comerciales y algunos jardineros con plantas.

Los extras caminan por la acera y/o miran vidrieras. Manuel y Chano caminan en direcciones opuestas; se cruzan en medio de la acera y se quedan conversando.

Chano: ¡Manu!

Manuel: ¡Chanito! ¡Cuánto tiempo!

(Se saludan)

Manuel: ¿Hace cuánto no nos vemos?

Chano: ¡Huy, un montón, cómo seis años! ¿Qué es de tu vida?

Manuel: Trabajando en Amusant.

Chano: ¡¿Entraste como mensajero?!

Manuel: Sí, pero después de cinco años como mensajero conseguí un puesto mejor como asistente. Ahora hago el trabajo que los creativos no quieren hacer: no es el objetivo cumplido, pero paso a paso me acerco.

Chano: Que bueno que te lo tomes así, para mí cinco años como mensajero es mucho sacrificio para un puesto como asistente, no creo que valga la pena.

Manuel: Puede ser, pero me permitió conocer gente de la compañía y me ha dado tiempo para estudiar algo de publicidad… ¿y tu, qué has hecho?

Chano: ¿Yo?… Heee… No mucho, pero no me preocupo, sé que nací para trabajar como publicista y sigo esperando mi gran oportunidad, ¡estoy seguro de que va a llegar!

ACTO III

Personajes que intervienen en este acto: Manuel y Chano

Escenario: La mesa de un café.

(Manuel trabaja en su portatil. Entra Chano y se acerca a él)

Chano: ¿Manu?

Manuel: ¡Chano! ¿Cómo estás?

(Se saludan)

Chano: No estaba seguro de si eras tu. ¿Qué tal, cuánto tiempo?

Manuel: ¡Muy bien! No me vas a creer cuando te cuente: ¡estás hablando con uno de los creativos publicitarios de Amusant!.

Chano: ¡¿De verdad?!

Manuel: Si, después de diez años en total de trabajar en distintos puestos de la compañía me gané la confianza de los directivos y cuando quedó libre un puesto de publicista me sugirieron que lo solicitase ¡y me quedé!… Tardó, pero llegó… ¿Y tu, qué estás haciendo?

Chano: ¿Yo? (Ya no tan convencido) Yo, estoy esperando mi gran oportunidad.

FIN

Silvina Carrasco

Francisco Umbral

Francisco Pérez Martínez. (Madrid, 11 de mayo de 1932 – Madrid, 28 de agosto de 2007). Narrador, cuentista, ensayista y periodista español.

Comienza a escribir en Valladolid, donde transcurren su infancia y su juventud. En 1961 se traslada a Madrid, y entra en contacto con la tertulia literaria del café Gijón. Durante estos años colabora con los principales diarios y revistas: El Norte de Castilla, Diario 16, Diario de León, La Vanguardia, El País y Proa. El tono directo, irónico y no exento de provocación de sus artículos periodísticos le proporcionan una notable popularidad.

Su obra narrativa, que posee influencias de Mariano José de Larra, Benito Pérez Galdós y Ramón Gómez de la Serna, comienza con Balada de gamberros (1965) y Travesía de Madrid (1966). Más adelante escribe El giocondo (1970), Memorias de un niño de derechas (1972), Mortal y rosa (1975), novela de tono intimista y desesperanzado, y Las ninfas (1976).

Manteniéndose siempre al margen de las tendencias literarias más modernas, su prolífica producción destaca por el uso de un léxico popular, una prosa contundente y un original estilo lírico. Algunas de las más destacadas recopilaciones de sus crónicas periodísticas, en las que retrata con lucidez, ironía y humor la vida social, política y cultural del país, son Diario de un snob (1974), Spleen de Madrid (1973), La rosa y el látigo (1994) o Las señoritas de Aviñón (1995). De su extensa producción cabe señalar La noche que llegué al Café Gijón (1977), Diario de un escritor burgués (1979), Memorias de un hijo del siglo (1986), La forja de un ladrón (1997) y El socialista sentimental (2000), entre sus obras narrativas. De las distintas biografías que escribe destacan Larra, anatomía de un dandy (1965), Ramón y las vanguardias (1978) oY Tierno Galván ascendió a los cielos (1991).

Algunas de sus crónicas y ensayos son España como invento (1984), El fetichismo (1986), Guía de la posmodernidad (1987), Del 98 a don Juan Carlos (1992), La década roja (1993) y La palabra de la tribu (1994). Sus últimas obras publicadas son ¿Y cómo eran las ligas de Madame Bovary? (2003), Los metales nocturnos (2003) y Días felices en Argüelles (2005).

Considerado una de las figuras más relevantes de la literatura española del siglo XX, es galardonado con el premio Príncipe de Asturias de las Letras en 1996 y con el Cervantes en el 2000.

 

Los metales nocturnos

En una noche de agosto cualquiera, en un Madrid decadente y neonazi, socialista y fascista, un escritor sale a las calles en busca de sí mismo o quizá sólo en busca de la propia noche. A su alrededor, el mundo va tejiendo una trama, que le envolverá entre putas viejas y jóvenes, camellos y narcos, muertos y suicidas, juego, sexo y droga, amigos y enemigos, gitanos y payos, policía, cárcel. Así, y mientras dura la eterna noche en que la luna se ha parado como un reloj, el escritor ve cómo su nombre pasa de los suplementos literarios a las páginas de sucesos para terminar encontrando su propio yo.

En los árboles del huerto

En los árboles del huerto
hay un ruiseñor:
Canta de noche y de día
canta a la luna y al sol.
Ronco de cantar
al huerto vendrá la niña
y una rosa cortará.
Entre las negras encinas
hay una fuente de piedra
y un cantarillo de barro
que nunca se llena.
Por el encinar
con la luna blanca
ella volverá.

Antonio Machado