El libro de zafiro

Toledo, 28 de abril de 1487

El sol, que acababa de elevarse sobre la catedral, inundó la plaza Zocodover de hilillos de luz rojo sangre.

Fray Hernando de Talavera, confesor de Su Majestad, la reina Isabel de

Castilla, deslizó los dedos por su larga barba canosa, recortada en punta, y se inclinó discretamente hacia la joven sentada a su lado.

— Supongo, doña Manuela, que no es el primer auto de fe que presenciáis.

— Os equivocáis. Más de una vez he sido invitada a asistir a este tipo de ceremonias, pero nunca acepté. Y si Su Majestad no hubiera insistido tanto en que la representara hoy, creo que…

El estruendo de las campanas de la catedral y las iglesias vecinas ahogó el final de la frase.

La procesión entraba en la plaza.

Lo primero que atraía las miradas era la cruz. Una gran cruz cubierta con crespón negro, trono y carroza de los ejércitos de Dios, llevada a hombros por los dominicos del convento real. Los habituales sabían de qué color era: un verde oscuro que no vería la luz hasta el momento de la absolución solemne. La seguían unos soldados con casco y alabarda, monjes encapuchados y sacerdotes que cantaban las alabanzas de Dios.

Las autoridades civiles y eclesiásticas, rigurosamente alineadas, avanzaban en dos cortejos paralelos y organizados por orden decreciente de importancia: el corregidor detrás de los regidores, y el decano detrás de los canónigos, quienes por su parte precedían a los miembros del tribunal, cuyo procurador general llevaba el pabellón, un rectángulo de tafetán de color carmesí, adornado con encajes y borlas plateadas, que lucía las armas de la Inquisición: el Estandarte de la Fe.

Gilbert Sinoué (fragmento de El libro de zafiro, disponible en Biblioteca Juana Keiser)