Gritos silenciosos

…Lo que me importa en este momento que ya sé fatalmente que me va a pegar, que ya sé con certeza total que sólo un terremoto podría evitarlo, es que no sea tan brutal como la paliza anterior, que se conforme con un par de bofetadas y que lo haga cuanto antes. Pero no, se demora el máximo posible, sabe que la tensión duele tanto como los golpes y que además hace daño en otro sitio: quiebra los nervios, te pone al borde de la locura. Llama por teléfono a recepción. Pide tabaco y un gin tonic, y antes de colgar me pregunta si tengo unas tijeras. Le respondo que sólo unas pequeñitas, para las uñas. Pide también a recepción que le suban unas tijeras.
Quiero controlar mi mente y no imaginar para qué las quiere. No puedo y se me ocurren barbaridades. Tiemblo y lloro. Creo que puedo morir o quedar muy malherida. El señor ha cambiado trivialmente de tema. Me cuenta en qué consiste el espectáculo de esa noche, dónde vio la publicidad y por qué le pareció interesante y reservó mesa. El botones sube el tabaco, el gin tonic
y las tijeras, que son enormes. Ya está, ahora empieza todo, pienso. Pero no; se sienta de nuevo y, jugando con las tijeras, mientras bebe con detenimiento el combinado, me habla de cómo debemos vestirnos esa noche. Su cínica conversación me repugna, pero por lo menos me da esperanzas; ha decidido que vaya a la cena con espectáculo de marras, por lo que no va a matarme, ni creo que me deje muy maltrecha. Sigue hablando de cualquier tema, hasta que apura la copa. Entonces se levanta y entra al cuarto de baño. Sale al momento con una toalla empapada y empieza a golpearme con ella. Son golpes tan fuertes que parecen latigazos. Al poco mi piel está toda roja. Me pide que repita una y otra vez que seré la mujer diez que él desea. Así lo hago, aunque al insoportable dolor se suma una espantosa vergüenza. Le imploro que pare, pero a cada súplica los golpes se intensifican. Ya sólo recuerdo estar tumbada en el suelo sin poder respirar porque sus manos aprietan mi garganta, y también recuerdo una frase antes de soltarme: «Así se pagan y se subsanan los errores.» «Por hoy ha terminado la lección», me dice ya de pie, y me mete prisa para que me duche y me cambie, que no quiere llegar tarde a la cena. En el cuarto de baño, calmando el escozor de mi piel bajo el chorro de la ducha, mezclándose mis lágrimas con el agua, pienso en que todavía no ha utilizado las tijeras. Me da pánico volver a la habitación. Pero una voz suya y unos golpes en la puerta me hacen salir al instante. Siento un gran alivio: el traje favorito de los que me regaló está cortado en pequeños pedazos esparcidos por la habitación. Para eso quería las tijeras. Me abstengo de hacer ningún comentario y comienzo a vestirme con otra ropa.

 

Paula Zubiaur (fragmento del libro Gritos silenciosos, disponible en Biblioteca Juana Keiser)