Crónica del rey pasmado

La madrugada de aquel domingo, tantos de octubre, fue de milagros, maravillas y sorpresas, si bien hubiera, como siempre, desacuerdo entre testigos y testimonios. Más exacto sería, seguramente, decir que todo el mundo habló de ellos, aunque nadie los viera; pero como la exactitud es imposible, más vale dejar las cosas como las cuentan y contaron: si no fue el socavón de la calle del Pez, que quedó a la vista del mundo durante todo el día, y la gente acudió a verlo y a olerlo como si fuera la abada. El percance, según se relata, fue, por ejemplo, así: una vieja, de madrugada, vio salir una víbora de debajo de una piedra: la víbora echó a correr hacia abajo como pudo haber echado a correr hacia arriba; pero lo que vio el talabartero de la calle de San Roque ya no fue una víbora, sino una culebra de regular tamaño, que también echó a correr, hacia arriba o hacia abajo, la dirección no figura. La beata que salía de San Ginés, de oír la misa de alba, vio un verdadero culebrón que, ése sí, llevaba camino del alcázar, más o menos, y, finalmente, alguien de la Guardia Valona que iba al servicio o salía de él (esto no queda muy preciso), lo que pudo contemplar, atónito o desorbitado, fue una gigantesca boa que rodeaba al alcázar, por la parte que se apoya en la tierra o coincide con ella, y parecía apretar el edificio con ánimo de derribarlo, o al menos de estrujarlo, lo que parece más verosímil, el menos desde un punto de vista de la semántica. El guardia valón empezó a pegar gritos en su lengua, pero, como nadie lo entendía, dio tiempo a que la gigantesca serpiente desistiese de su empeño, al menos en apariencia, y se deslizase con suavidad pasmosa hacia el Campo del Moro, donde fue rastreada en vano durante toda la mañana por equipos de expertos que se turnaban cada hora. Lo del tesoro de monedas antiguas se atribuyó a la suerte de un niño, pero había algunas variantes en la localización del hallazgo: según unos, fuera del portillo de Embajadores, conforme se sale, a la derecha; según otros, a la salida de la puerta de Toledo, según se sale, a la izquierda. Ni el tesoro ni el niño fueron habidos. Las campanas de Santa Águeda tocando solas las oyó todo el mundo; pero ¿quién es todo el mundo? Lo de las voces angustiosas saliendo de una casa en ruinas vino del barrio de Las Vistillas: unas voces tremendas y doloridas, de condenados al fuego eterno o cosa así, aunque también pudieran corresponder a penitentes del Purgatorio: eran, miren qué cosas, voces pestilentes. Lo que se pudo comprobar por quien quisiera hacerlo fue lo de la calle del Pez: en efecto, había un socavón que atravesaba la calle en línea quebrada, de sur a norte; en un principio, al parecer, salían de la grieta (de la sima, según los primeros testigos, desconocidos) gases sulfurosos, por lo que todo el mundo pensó, y con razón, que en el fondo de la grieta empezaba el infierno, sobre todo, si se tiene en cuenta que, con los gases, salían rugidos de dolor y blasfemias espantosas; pero cuando la gente empezó a juntarse y echar su cuarto a espadas, la sima ya no lo era, y no olía peor que la misma calle. Se conoce que los gases se habían agotado.

Gonzalo Torrente Ballester (fragmento del libro Crónica del rey pasmado, disponible en biblioteca Juana Keiser)