La lección

— ¡Caramba! — decía yo—; ha pasado ya media hora y no he aprendido aún la lección.

Y abro precipitadamente un libro terrible que se titula Tablas de logaritmos vulgares. Esto de vulgares me chocaba  extraordinariamente: ¿por qué son vulgares estos pobres logaritmos?, ¿Cuáles son los selectos y por qué no los tengo yo para verlos? En seguida echaba la vista sobre este libro y me ponía a leerlo fervorosamente; pero tenía que cerrarlo al cabo de un instante, porque estas columnas largas de guarismos me producían un gran espanto. Además, ¿qué quiere decir que «los lados de un triángulo esférico unirrectángulo, o son todos menores que un cuadrante, o bien uno solo es menor y los otros dos mayores»? ¿Por qué en este libro unas páginas son blancas y las otras azules? Todo esto es verdaderamente absurdo; por cuyo motivo yo abro mi pupitre y saco ocultamente un cuaderno en que he ido pegando recortes de periódicos. Y leo las cosas extraordinarias que pasan en el mundo: «Un elefante célebre. —La muerte violenta de Jumbo, el gigantesco elefante de Barnum…», «Ferrocarriles eléctricos. —Recientemente se ha inaugurado en Cleveland (Ohio) el primer ferrocarril eléctrico construido hasta ahora…», «Los velocipedistas. —Un hombre montado en un biciclo, es decir, en un velocípedo de dos ruedas, ha aparecido en Talriz, en los confines de Persia…» De pronto, cuando más embebido estoy en mi lectura, oigo una campanita que toca: din-dan, din-dan

¡Caramba! — vuelvo yo a exclamar —; ha pasado otra media hora y aún no se me la lección. Y ahora sí que abro decidido otro libro y me voy enterando de que «el género silicatos es el segundo de los que componen la familia de los silícidos». Algo rara me parece a mí esta familia de los silícidos. Pero, sin embargo, repito mentalmente estas frases punto por punto. Lo malo es que el fervor no me dura mucho tiempo: en seguida me siento cansado y ladeo un poco la cabeza, apoyada en la palma de la mano, y miro en la huerta, a través de los cristales, la lejana casita oculta entre los árboles.

Y entonces suena la hora de la clase y me lleno de espanto.

—A ver, Azorín —me dice el profesor cuando hemos bajado al aula—, salga usted.

Yo salgo en medio de la clase y me dispongo a decir el cuadro de la sílice:

—La sílice se divide en dos: primera, cuarzo: segunda, ópalo. El cuarzo se divide en hyalino y en litoideo…

Al llegar aquí ya no sé lo que decir, y repito dos o tres veces que el cuarzo se divide en hyalino y litoideo: el profesor conviene en que, efectivamente, es así. Yo vuelvo a callar. Estos momentos de silencio son tremendos, abrumadores: parecen siglos. Por fin, el profesor pregunta:

— ¿No sabe usted más? Yo le miro con ojos atontados. Y entonces él dice terriblemente:

— Está bien, señor Azorín: esta tarde me dejará usted la merienda.

Y yo ya sé que cuando descendamos al comedor he de llevar humildemente mi platillo con la naranja o las manzanas a la mesa presidencial.

Azorín (fragmento del libro Las confesiones de un pequeño filósofo, disponible en Biblioteca Juana Keiser)