La calle de Valverde

 —No, si a las personas prudentes nos toman por tontas. No lo creas, no. Tú, a lo de los demás, que parece tuyo. Ya me dirás qué has sacado…

Se lo planta cara a cara. (Es un decir, que va, verticalmente, palmo y medio de una nariz a otra; pero la pequeña parece la mayor, por el empuje).

—Y no me vengas con cuentos. Me callo porque me da la gana, pero no vayas a creer que no me doy cuenta: y es una vergüenza, una cochina vergüenza. Yo seré lo que he sido, ¡pero ahora no hay quien me tosa! ¿Sí o no? ¡Pero tú! ¡A tu edad! ¡Quién lo había de decir! ¡Emborráchate enhorabuena, si te lo pide el cuerpo, pero no vengas a echar aquí el producto de tus festividades!

¿Crees que Marga lo va a aguantar? Te equivocas. Ella es de la misma semilla que su difunta madre, que en gloria esté, y será un ángel; pero lo que es aguantar, lo que se dice aguantar, no aguanta…

El hombre, sin hacerle caso, se mete en el cuchitril en el que duerme. Por el ruido, se descalza. Sopla sentado, no por la doblada panza, que no es cosa del otro mundo a sus cincuenta años, sino por el aliento corto, que, a veces, «se le restiraba el asma», como decía la mujer, aunque él no padeciera ni por asomo de ese mal.

—Apestas.

—La peste, tú.

La matrona se sostiene ahora en el quicio, pero su agresividad trueca papeles convirtiéndola en titán sosteniendo el peso de la casa, no del dintel —que no llega—, sino de una jamba.

—¿Con qué cara le vas a echar algo en la ídem? Para ti es muy fácil: te levantas y te vas y ahí se queda Troya para quien la hiciera.

El hombre suelta un bárbaro regüeldo.

—Viejo cochino: parece mentira que nos hayan educado juntos. ¿Eso es lo que te enseñan en la Casa del Pueblo?

—Mira, Feliciana, tengamos la fiesta en paz. Métete lo que quieras conmigo — que no digo que dejes de tener razón en alguna parte de tus observaciones—, pero deja la Casa del Pueblo en paz, que nada te ha hecho, ni a ti ni a la chica.

—Habló el oráculo (la obesa rubicunda trastrueca adrede el acento) y a callar todo el mundo. Todos boca abajo. ¡Ojalá fueras gandul!

Max Aub (fragmento del libro La calle de Valverde, disponible en Biblioteca Juana Keiser)