Variante Gloria

Lo anunció Alejandro Urrutia en la primavera de 1979, sentados en la terraza del C.S. Palmeras, el club social de la urbanización El Tomillar:

— ¡Luis Lamana vuelve a España!

A pesar del entusiasmo de Álex, ni Ricardo Ariza ni Pablo Poveda se dejaron impresionar. Tras asegurarse de que se trataba del mismo Lamana, el «Gordito Relleno», Ricardo preguntó si seguiría jugando al ajedrez; y Pablo que adónde narices se había ido.

En la otra mesa, la de los jóvenes, el hijo de Isabel Azcoaga, Johnny, parecía alarmado. Era un chaval gordo y muy asustadizo, al que le gustaba que le llamaran Johnny, y no vivía en la Urba, sino en el pueblo, donde su padre era fontanero. Javito Urrutia, a su lado, tenía aquel gesto de estar de vuelta de todo que le hizo tanta compañía durante el resto de su vida fugaz y descalabrada.

—No creo —le contestó Álex a Ricardo y añadió en respuesta a Pablo—: Viene de Nueva York con un doctorado.

— ¿Y quién es el famoso Luis Lamana? —preguntó Alicia Escudero, la única rubia, como si nunca hubiera oído hablar de él.

— ¿Qué habrá sido de su vida? —dijo Pablo, que tenía la costumbre de hacer siempre otra pregunta al mismo tiempo que su mujer.

—Se casó y tiene un hijo. —Alejandro, en caso de duda, contestaba primero a los maridos.

—Iba al colegio con ellos y luego fue el secretario de la célula, el que les metió en el Partido. —Lola Salazar, la mujer de Álex, acudió en defensa de Alicia.

Y también en prisión, pero no necesitaba añadir que acabaron en la cárcel de Carabanchel, porque hasta sus hijos estaban aburridos de aquella legendaria caída del 62, que ya sólo atrajo la atención de Johnny, porque su madre estaba embarazada de él cuando la detuvieron. A su padre, en cambio, que era el único de clase obrera, ni siquiera le interrogaron; él no era comunista. En aquella época Andrés Atienza era botones en el Banco Español de Crédito y estaba a punto de casarse con Isabel Azcoaga, «la pobre Isabel».

Aquellos matrimonios de los chalets, los Urrutia, los Poveda, los Ariza, estaban encantados de que sus hijos salieran con el hijo del fontanero del pueblo, como si esa amistad fuera la mejor garantía de que ellos todavía eran auténticos y de que permanecían fieles a los ideales de su juventud.

El chaval, sin embargo, no ponía nada de su parte; unas veces Johnny se mostraba reticente; otras, abiertamente hostil; y siempre parecía ocultar un rencor irrestañable hacia los padres de sus amigos, sus cenas de matrimonios, sus opiniones políticas y sus contactos en las altas esferas.

—Seguid así, no me miréis, no sonriáis, quietos todos —ordenó la pizpireta Carlota, militante de extrema izquierda, a la que a veces llamaban «Caperucita Roja».

—Déjalo ya, anda, que no me gustan las fotos —le advirtió su marido, Ricardo Ariza, el abogado, un hombre tan atildado y ceremonioso que parecía que estuviera estreñido o a cargo de un secreto.

— ¡Pero si estáis de cine! —se rio Carlota y disparó de nuevo.

Álex la miró como si se sintiera avasallado por ella o su cámara y quiso saber si el carrete era a color.

Rafael Reig (fragmento del libro Un árbol caído, disponible en Biblioteca Juana Keiser)