Abuelos

Jorge miraba fascinado las manos que plegaban la hoja de papel amarillo. Le parecía imposible que los dedos gruesos y chatos de Jaime, el abuelo de su amigo Alfonso, pudieran moverse con tanta agilidad.

— El primer doblez, así… —iba diciendo a medida que lo hacía—, marcándolo bien con la uña. Luego se da la vuelta y se dobla en cuatro… Ahora se unen las puntas y… Jorge perdía el hilo de la explicación. Y eso que le hubiera gustado aprender a hacer pajaritas de papel.

— Es muy fácil —dijo Jaime, dejando la figura ligera y graciosa sobre la mesa. Pero ni su nieto había aprendido. Tampoco las hermanas Chiuchí, vecinas y compañeras de colegio. Los chicos las llamaban así porque tenían la voz aguda y alegre de los gorriones. En realidad, se llamaban Blanca y Alba. Dos nombres que no les pegaban mucho porque eran morenas, de ojos y pelo negrísimos. El abuelo se echó atrás en la silla y se pasó un pañuelo por la sudorosa papada. En el mes de julio, ya se sabe…

— ¿Esta no se mueve? —preguntó Alba, recordando una rana que Jaime había hecho en otra ocasión y que saltaba al apretar el cruce de dos dobleces.

— Sí, también. El abuelo imprimió un movimiento de vaivén a la cola, larga y puntiaguda, e inmediatamente las alas empezaron a subir y bajar, como si la pajarita se dispusiera a emprender el vuelo. Blanca, que era solo un año mayor que su hermana, chilló:

— ¡Me gusta! ¡Para mí!

Los demás protestaron:

— ¡Qué graciosa!

— ¿Por qué para ti?

— A mí también me gusta.

Jaime los hizo callar diciendo:

— Al que le toque. Empezó a entonar una cantinela y, siguiendo su ritmo, los señalaba por turno. La última sílaba coincidió con el pecho de Jorge. — Es tuya. El chico miró triunfante a sus amigos y cogió la pajarita. Intentó torpemente hacerla funcionar. Apenas consiguió que moviera, y mal, una de las alas.

— Cuidado —advirtió Jaime—. Así la vas a desarmar. Debes sujetarla con la mano izquierda y tirar con la derecha, no muy fuerte. Jorge probó de nuevo y le salió bastante bien. Alfonso, que había esperado secretamente una trampa de Jaime en su favor, dijo antes de despedirse:

— A mí me haces otra para mañana, ¿eh? O mejor dos, de distintos colores. Podía presumir de abuelo, y presumía.

Carmen Vázquez-Vigo (fragmento del libro Un monstruo en el armario, disponible en Biblioteca Juana Keiser)