En 1899 ya habíamos aprendido a dominar la oscuridad, pero no el calor de Texas. Nos levantábamos de noche, horas antes del amanecer, cuando apenas había una mancha añil en el cielo oriental y el resto del horizonte seguía negro como el carbón. Encendíamos nuestras lámparas de queroseno y salíamos con ellas por delante, como si fueran nuestros propios solecitos titilantes. Nos esperaba mucho trabajo antes del mediodía, cuando el mortal calor nos devolvía a todos al interior de nuestra gran casa y nos tumbábamos en los cuartos sombríos de postigos cerrados y techos altos, como víctimas sudorosas. El habitual remedio veraniego de mamá de salpicar las sábanas con refrescante colonia sólo duraba un minuto. A las tres de la tarde, cuando era hora de ponerse en pie, la temperatura aún era criminal.
El calor era un suplicio para todos los que vivíamos en Fentress, pero las que más lo sufrían eran las mujeres, con sus enaguas y corsés. (A mí todavía me faltaban unos años para esa forma de tortura exclusivamente femenina.) Se aflojaban las cotillas y se pasaban las horas suspirando, y maldecían el calor y también a sus maridos, por haberlas llevado al condado de Caldwell a plantar algodón y pacanas y criar ganado.
Mamá abandonaba temporalmente sus peinados postizos: un falso flequillo ondulado y un mechón rizado de pelo de caballo, las bases sobre las que cada día construía una elaborada montaña de su propio pelo. Como eran días en que no recibíamos visitas, hasta metía la cabeza bajo el grifo de la cocina mientras Viola, nuestra cocinera mulata, le daba a la bomba de agua y se la dejaba empapada. Teníamos orden de no reírnos ante ese espectáculo asombroso. Y a medida que la dignidad de mamá iba sucumbiendo al calor, descubríamos (igual que papá) que lo mejor era apartarse de su vista. Aquel verano, yo tenía once años y era la única chica de siete hermanos. ¿Os podéis imaginar una situación peor? Me llamo Calpurnia Virginia Tate, pero entonces todo el mundo me llamaba Callie Vee. Estaba justo entre tres hermanos mayores — Harry, Sam Houston y Lamar— y tres más jóvenes —Travis, Sul Ross y el benjamín, Jim Bowie, al que llamábamos J.B. —. Los pequeños conseguían dormirse de verdada mediodía, a veces incluso apilados unos encima de otros como cachorros empapados y humeantes. Tanto los hombres que llegaban del campo como mi padre, de vuelta de su despacho en la limpiadora de algodón, también dormían, después de regarse con cubos de agua tibia del pozo en el porche de la siesta, antes de caer noqueados en sus camas de cuerda.
Jacqueline Kelly (fragmento del libro La evolución de Calpurnia Tate, disponible en Biblioteca Juana Keiser)