Veo en un periódico que los carabineros han descubierto un intento de sacar fraudulentamente divisas, cuando realizaban el rutinario registro de equipajes, y mi primera reacción es pensar que alguien debería exhortar a los carabineros a que actuaran con más diligencia: probablemente lograrían descubrir más valijas delincuentes.
Pero, claro, lo que el redactor de la noticia quiere comunicar es que el registro no era extraordinario, y que el hallazgo se hizo cuando los agentes realizaban un examen normal o habitual de las maletas. Y ese rutinario salta a los ojos como una solemne barbaridad. Porque calificar así el trabajo de quien cumple con las obligaciones de su oficio o sigue las instrucciones recibidas, es ofensa que no merecen el cuerpo de carabineros ni persona alguna.
De tal adjetivo en tal mal empleo se han apropiado los medios de difusión, y es raro el día en que no nos lo lanza una onda hertziana o nos asalta desde alguna columna periodística. Rutinario entró como galicismo en castellano (francés routinier) a fines del XVIII, y la Academia lo incluyó en su Diccionario en 1847; antes, en 1817, se registró rutina; y antes aún, el vocablo base ruta, del francés route.
La familia se había colado, pues, en español escalonadamente. La routine consistía, primariamente, en la marcha por un camino conocido, de donde pasó con facilidad a la aceptación que el español recibió de la lengua hermana al adoptar tal palabra:
«Costumbre inveterada, hábito adquirido de hacer las cosas por mera práctica y sin razonarlas». Llegaba, pues, con un fuerte halo peyorativo, que se ha mantenido hasta hoy. Ganivet hablaba de vulgaridades rutinarias; Coloma, de medianías rutinarias; Echegaray llamaba a un rico torpe y rutinario; y Baroja, a un burgués de Shanti
Andía, bruto, rutinario, indelicado. La rutina es, en la conciencia lingüística hispana, abominable. A Plinio, el estupendo detective manchego de García Pavón, le asustaba que un exceso de tranquilidad en Tomelloso, sin crimen alguno que llevarse a las meninges, le proporcionara meses, años tal vez, «de aburrimiento y trabajo rutinario, sin entidad». Luis Romero proclamaba con energía, en 1962: «Hay que acabar con las rutinarias costumbres; resultan siniestras, macabras». ¿Se comprende por qué decía antes que se injuriaba gravemente a los probos funcionarios de la aduana calificando sus registros de rutinarios?
Fernando Lázaro Carreter (fragmento del libro El dado en la palabra, disponible en Biblioteca Juana Keiser)