La carta

Para entrar en la habitación, su madre tuvo que hacer un esfuerzo extra. Por detrás de la puerta se amontonaba la ropa tirada que impedía el libre acceso al interior. Y no solo la ropa. Pensó que, inmediatamente, estallaría la tormenta, y escucharía los consabidos reproches acerca de su falta de orden y limpieza. E imaginó además que, tras los gritos, ella le obligaría a ponerse manos a la obra, para adecentar todo aquello. Se puso tenso. Pero su madre no dijo nada al respecto. Solo lo miró, indiferente, como si no pasara nada, y entró dentro, para acercarse a la cama en la que estaba tumbado, con los zapatos puestos sobre la colcha, leyendo un cómic. Era muy extraño…

—Miguel.

— ¿Sí?

—Toma. Le tendió un sobre.

— ¿Qué es?

—Tómalo. La obedeció. Pero no pudo ver lo que contenía ya que no le dio tiempo a abrirlo. Su madre llevaba algo más. Un papel y un bolígrafo.

—Fírmame aquí —le pidió.

— ¿Para qué? —vaciló Miguel.

—Es un acuse de recibo.

— ¿Un qué?

—Te he dado una carta, y quiero que quede constancia de que la has recibido para que luego no puedas decir que no sabías nada. Hay que hacer las cosas bien.

Su madre no solía jugar. No tenía tiempo de jugar. Pero aquello parecía un juego. Se sentó en la cama y miró el papel. Leyó: «Acuse de recibo». Debajo estaba escrita la fecha y su nombre: Miguel Fernández Martínez.

— ¿Quieres que firme esto?

—Sí. Estaba tan seria, tan distante, tan solemne, tan triste…

—Bueno —se encogió de hombros—. Vale.

Tomó el bolígrafo para estampar su firma en el papel. Aún no tenía decidido, para el futuro, si hacer una con muchas curvas después de la ele final o si, por el contrario, optaba por otra con los rasgos muy rectos. La primera daba la impresión de ser como una nube, blanda y esponjosa. La segunda más recia. Lo de la firma parecía ser una huella de identidad para (oda la vida, así que era importante. Hizo la primera. «Miguel». Acto seguido, y sin mediar palabra, su madre se hizo con el bolígrafo que tenía en la mano derecha y con el acuse de recibo que sostenía con la izquierda. Luego dio media vuelta, pasó por entre el caos de la habitación, y se fue cerrando la puerta tras de sí. Miguel miró el sobre, mitad divertido mitad sorprendido. Lo abrió. Dentro había una hoja de papel, escrita con el ordenador de su padre. Apenas una docena de líneas. Leyó su contenido: «Querido hijo: Visto el comportamiento de las últimas semanas, cada vez más caótico, unido a los problemas ocasionados por ti en los meses y años anteriores, desde que comenzaste a gatear y andar, y sin que parezca que vaya a haber ya una enmienda clara por tu parte, me veo en la triste pero necesaria obligación de comunicarte tu despido, que será efectivo en el plazo de treinta días a partir de hoy. En este tiempo tendrás derecho a tus dosis habituales de besos y caricias, así como a disponer de tu habitación, tres comidas al día, y cuantas prerrogativas merezcas en calidad de hijo —televisión, dinero para gastos, libros, paseos, atención, consejos, etc.—. Pero cumplido el plazo que la ley familiar me otorga, mis deberes como madre quedarán por completo exentos de toda obligación, puesto que mis derechos han sido vulnerados y vapuleados alevosamente con anterioridad. Lo cual te comunico en el día de hoy, siete de abril, para que conste a todos los efectos. Firmado: María de la Esperanza Martínez García».

Jordi Sierra i Fabra (fragmento del libro Querido hijo: estás despedido, disponible en Biblioteca Juana Keiser)