Mujer en punto cero

…Mi padre, un campesino pobre que no sabía leer ni escribir, conocía muy pocas cosas de la vida. Sabía trabajar los cultivos, cómo vender un búfalo envenenado por su enemigo antes de que muriera, cómo intercambiar su hija virgen por una dote antes de que fuera demasiado tarde, cómo adelantarse a su vecino para robar grano de los campos cuando maduraba la cosecha. Sabía inclinarse sobre la mano del capataz y fingir que la besaba, y cómo golpear a su mujer y obligarla a morder el polvo cada noche.

Cada viernes por la mañana se ponía una galabeya limpia y se iba a la mezquita para asistir a la oración semanal. Después de la oración, le veía pasear con los demás hombres como él, comentando el sermón del viernes y ensalzando las persuasivas y elocuentes palabras del imán, que habían logrado superar lo insuperable. ¿Acaso no era verdaderamente cierto que robar era pecado, y matar era pecado, y difamar el honor de una mujer era pecado, y la injusticia era un pecado, y golpear a otro ser humano era pecado…? Y quién podría negar, igualmente, que la obediencia era un deber y amar la patria también. Que el amor hacia el jefe de gobierno y el amor a Alá se confundían en un solo amor indivisible. Que Alá proteja a nuestro jefe de gobierno y le dé larga vida, y así le permita seguir siendo fuente de inspiración y fortaleza para nuestro país, para la nación árabe y para toda la humanidad.

Les veía pasear a través de las estrechas y tortuosas callejuelas, asintiendo con la cabeza en señal de admiración y de aprobación de cuanto había dicho su Santidad el Imán. Les observaba mientras continuaban asintiendo con la cabeza, frotándose las manos, secándose la frente, sin parar de invocar el nombre de Alá, de solicitar su bendición, repitiendo Sus santas palabras en un tono gutural, apagado, murmurando y susurrando sin respiro.

Yo transportaba una pesada jarra de arcilla llena de agua sobre la cabeza. El cuello a veces se me doblaba hacia atrás bajo su peso, o hacia la izquierda o la derecha. Me costaba un esfuerzo mantenerla equilibrada sobre mi cabeza y evitar que se cayera. Mantenía las piernas en movimiento tal como me había enseñado mi madre, para que mi cuello permaneciera erguido. Entonces todavía era pequeña y aún no se me habían redondeado los pechos. No sabía nada sobre los hombres. Pero podía oírles invocar el nombre de Alá y suplicar Sus bendiciones, o repetir Sus santas palabras en un tono gutural y apagado. Les observaba mientras asentían con la cabeza, o se frotaban las manos, o tosían, o carraspeaban para aclararse la garganta, o se rascaban los sobacos o la entrepierna sin parar. Les veía observar cuanto ocurría a su alrededor con mirada hastiada, recelosa, furtiva, con ojos prestos a saltar, desbordantes de una agresividad que parecía extrañamente servil…

Nawal El Saadawi