Ana está furiosa

Había una vez una niña llamada Ana que tenía un problema muy grande. Siempre se estaba poniendo furiosa. Mucho más deprisa y muchas más veces que los demás niños. ¡Terriblemente furiosa!

Cuando se enfadaba, las mejillas se le ponían rojas como tomates, los cabellos se le erizaban, crujían y lanzaban chispas, y sus ojos gris claro brillaban negros como cuervos.

Cuando Ana estaba furiosa, tenía que gritar y berrear, tenía que patalear con los pies y golpear con los puños. Tenía que morder, escupir y pisotear.

A veces, se tiraba al suelo y daba golpes a su alrededor. Ana no podía hacer nada para evitar aquellos enfados. Pero nadie lo creía. Ni su madre, ni su padre, ni los otros niños.

Se reían de ella y decían:

— ¡Es imposible jugar con Ana!

Y lo peor era que, cuando Ana estaba furiosa, se metía con todos los que estaban cerca de ella. Incluso con los que no le habían hecho nada.

Cuando tropezaba y se caía mientras estaba patinando, se ponía furiosa. Y si se acercaba Berti para ayudarla a levantarse, Ana gritaba:

—DÉJAME EN PAZ, TONTO.

Si quería peinar con trenzas a su muñeca Anita y no lo conseguía, porque el pelo de la muñeca era demasiado corto, se ponía furiosa y lanzaba a Anita contra la pared. Si le pedía un caramelo a su madre y ella no se lo daba, se ponía furiosa y pegaba un pisotón a su padre. Sólo porque los pies de él estaban en ese momento más cerca de Ana que los de su madre…

Christine Nöstlinger (fragmento del libro Ana está furiosa, disponible en Biblioteca Juana Keiser)