… y al tercer año, resucitó

Eran las siete de la mañana (o sea, las seis solares) y hacía un frío respetable en la sierra de Guadarrama. El sacristán, bostezando sin parar, encendió la luz del atrio y, mientras se frotaba las manos con fuerza, se acercó hacia el altar mayor.

La inmensa Basílica de la Santa Cruz del Valle de los Caídos se ofrecía singularmente impresionante en su soledad. Y sin embargo, seis horas más tarde estaría llena a reventar, con toda la esplendidez de sus iluminaciones, con el boato de las grandes solemnidades. Iba a celebrarse el funeral por el alma de Francisco Franco, en el tercer aniversario de su muerte; ya que estábamos, justamente, en el 20 de noviembre de 1978.

El sacristán fue encendiendo más luces; sus pasos resonaban con fuerza sobre las losas y el eco los repetía, ampliados. Hizo una genuflexión al pasar frente a la tumba de José Antonio, como siempre, porque él había sido de la Vieja Guardia, allá en sus años mozos. Rodeó el altar mayor. Y de pronto, se le transfiguró el rostro. Quedó como clavado en la tierra, los ojos muy abiertos, las manos cruzadas en una inevitable crispación. Sintió la necesidad de gritar y no pudo; quiso seguir caminando y le fue imposible. Así que se sintió como hipnotizado frente al sepulcro de Franco, aquel cubierto por la inmensa mole de granito sobre la que todos los días visitantes de muy diversa condición dejaban el recuerdo devoto de unas flores. Pero el sepulcro estaba abierto. Pero la mole de granito había sido desplazada. Fueron unos minutos angustiosos. Finalmente, el sacristán recuperó sus movimientos, se llegó al lado mismo de la tumba, hincó las rodillas en el suelo y agarrándose al borde del sepulcro, miró hacia abajo. A punto estuvo de desvanecerse por la impresión. El féretro, el sobrio a la par que suntuoso féretro de caoba donde reposaba el cadáver embalsamado del Caudillo, estaba vacío. La tapa quedaba colocada a un lado, muy cuidadosamente, como si alguien la hubiera levantado con esmero. ¿Pero no se había soldado con una capa de cinc?, pensó el sacristán.

Y sin embargo, no aparecía rastro alguno de violencia. El sacristán dudó unos segundos. Después, se puso en pie y echó a correr, como un poseso, a la vez que gritaba con toda la fuerza de sus pulmones:

— ¡Ha resucitado! ¡Ha resucitado!

El eco repetía, por las bóvedas, por los altares laterales, saltando entre los sillones del coro, yendo y viniendo por las imágenes, repicando en los tapices de la Real Fábrica:

— ¡Ha resucitado, ha resucitado…!

Al padre Prior se le interrumpieron las abluciones matinales, a las que estaba entregado, porque la puerta de su celda se estremeció con los aporreos del sacristán. Que se le vino literalmente encima, cuando el Prior le franqueó la entrada y se le abrazó entre sollozos, mientras seguía gritando, con voz espasmódica, alterada, verdaderamente histérica:

— ¡Ha resucitado, ha resucitado…!

Sin reparar en que estaba en camiseta y con aquel frío podía darle algo malo, el padre Prior echó a correr, escaleras abajo. Detrás iba el sacristán repitiendo como una letanía, aunque cada vez más tenuemente:

— ¡Ha resucitado, ha resucitado…!

Fernando Vizcaino Casas (fragmento del libro … y al tercer año, resucitó, disponible en Biblioteca Juana Keiser)