Cha-Ca-Pun

Hubo una vez un tren tan viejo, que ni los trenes más requeteviejos le superaban en edad. El pobre sufría de reuma. Su lomo de metal había soportado chaparrones, tormentas, hielos, calores, huracanes… Los ejes de sus ruedas chirriaban de lo lindo y hacían castañear los dientes a los viajeros. Además de ser el tren más vejestorio, como es lógico, era el más lento. Recorría seis, siete, siete y medio… u ocho kilómetros al día, según el clima y el terreno. Y, además de ser el tren más viejo y más lento, era el tren que no iba a ninguna parte. Se reía delos grandes caminos de hierro –como dicen los franceses- y de los túneles oscuros. Se reía de las modernas estaciones, repletas de andenes, relojes digitales, altavoces con ronquera y gente corriendo de acá para allá con la maleta a cuestas. Como es natural, no tenía horario de salida ni de llegada y ninguno de sus pasajeros tenía prisa. Tampoco tenía destino, ni origen, ni siquiera itinerario. Por todo ello, era el único tren que jamás había tenido un retraso sobre el horario previsto, entre otras cosas,  porque no tenía horario ni tan siquiera previsiones. El tren tenía tres grandes aliados. Sus nombres eran Cha, Ca y Pun. Es decir: uno se llamaba, Cha; otro, Ca; el tercero, Pun. Se trataba de unos duendes enanos, amigos de toda la vida. Por más señas, eran también un poco guasones y algo chavetas. De tan parecidos como eran, costaba trabajo distinguirlos. Vestían un mono azul marino de tirantes y una gorrita del mismo color. Se encargaban, desde no se sabe cuándo ni por qué, de clavar y desclavar los raíles. Un trabajo pesado, aunque aseguraban que muy divertido. Desclavaban los raíles por detrás, una vez que había pasado el ten y volvían a clavarlos por delante, abriéndole camino. No había obstáculos para ellos. Eran muy ingeniosos y estudiaban el terreno con detalle. El tren subía montañas empinadas y daba curvas vertiginosas como si nada. Funcionaba con carbón y tenía maquinista. El maquinista se llamaba don Zenón y era casi tan viejo como el tren. Se encargaba de tocar, de vez en cuando, la sirena. “¡Pi-pi-piiii-pi-pi-piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii!” Era una sirena un poco tartamuda.

Alfredo Gómez Cerda (fragmento del libro Cha-Ca-Pun, disponible en Biblioteca Juana Keiser)