—No es ésta la mejor hora para hacer visitas. En este colegio se guardan muy bien las reglas, señor; no sé si la madre directora podrá recibirle pero a pesar de esto preguntaré. Y el hermano Andrés, al decir estas palabras, se llevaba indolentemente una mano a su puntiagudo y mugriento gorro de seda, como queriendo medir con justo patrón un saludo que no fuera descortés, pero tampoco amable; uno de esos saludos que se guardan para las personas misteriosas que no se sabe de dónde vienen ni lo que quieren. Y sonreía con la expresión de un cancerbero, abriendo aquella bocaza frailuna, oscura, maloliente, de profundidad interminable y adornada en su entrada con tres dientes gastados, retorcidos y amarillentos como las fichas de un dominó de café. Aquel portero de religioso colegio, en su juventud lego de las disueltas órdenes religiosas, defensor después del Altar y el Trono a las órdenes de Cabrera, criado delos jesuitas en Francia y en España y empleado por fin de la pensión del Corazón de Jesús, miraba al recién llegado con la recelosa y hostil curiosidad propia de quien ha pasado casi toda su vida entre gente inquieta y aficionada a la sospecha, que cree la desconfianza un sentimiento natural y el espionaje un deber ineludible. Se veía en el hermano Andrés, con un poco de observación y a pesar de los estragos que la edad había hecho en su cuerpo flacucho, al antiguo lego, tosco, brutal, de puños tan férreos como su estómago y dispuesto lo mismo a barrerle la celda al padre prior como a empuñar el trabuco carlista; pero su posterior roce con los jesuitas habíale creado una nueva personalidad que se adaptaba sobre su antiguo natural como el traje sobre el cuerpo y en virtud de aquella cepilladura loyolesca sabía sonreír con mansedumbre evangélica, mirar a todas partes con los ojos fijos en el suelo y dar a su voz una entonación meliflua y humilde que hacía exclamar a más de una de las ricas devotas que visitaban el colegio: «Este hermano Andrés es un santo varón».Y al santo no le caía muy en gracia aquel caballero, apeándose a la puerta del colegio de un carruaje con cierto misterioso recato, había entrado de sopetón en su portería. Había en él algo que alarmaba su olfato amaestrado en la sacristía y en las partidas carlistas, algo que el hermano Andrés había ya rotulado en su imaginación con el terrible título de tufillo liberal.
«Este hombre no es de los nuestros» —se decía el seráfico portero mirándole al sesgo con desconfianza—, y, efectivamente, todo en él se diferenciaba del aspecto delos asiduos visitantes del colegio. Estos eran buenas gentes que nunca hablaban alto,que decían al entrar ¡Ave María! que preguntaban con cierta veneración por la reverenda madre superiora y de paso dirigían una sonrisa al conserje hermano en Cristo; que inclinaban la cabeza ante las innumerables estampas de santos de todas clases y tamaños que colgadas de las paredes de la portería convertían ésta en una verdadera corte celestial al cromo barato, y el recién llegado no decía una palabra sin mirar a los ojos de aquel a quien se dirigía; tenía un acento enérgico y vibrante que no se esforzaba en disimular, mostraba en sus ademanes una noble franqueza, había preguntado con desfachatez revolucionaria por la señora directora y al fijarse en los bienaventurados de vivos colorines que adornaban el cuarto, ¡horror de los horrores!al hermano Andrés le había parecido que a los labios del incógnito apuntaba una fugaz y amarga sonrisa.
Vicente Blasco Ibáñez (fragmento del libro La araña negra, disponible en Biblioteca Juana Keiser)