Una cucharita de plata

Yo estaba tumbado boca abajo en el suelo haciendo un rompecabezas y mi hermanita Paz jugaba en el patio, los dos muy malhumorados por la mudanza. El desorden era horrible y las habitaciones tenían mal olor. En casa estaban mamá y papá y tío Daniel con tía Ana charlando de las últimas vacaciones y acordándose de cuando eran chicos y esas cosas. Estaban contentos porque ahora íbamos a vivir más cerca.

Mamá llevó una bandeja con café y pastas de limón y la colocó en una mesita que habían dejado los antiguos dueños. Sirvió café en unos vasos de plástico pero, para compensar, puso unas cucharitas de plata con piedras de colores que usa sólo en las grandes ocasiones. Yo no me levanté del suelo ni por las pastas de limón. No entendía por qué todos estaban tan contentos cuando hasta las cosas más sencillas se habían complicado.

Como a papá no le había dado tiempo de armar las camas, la primera noche pusimos los colchones en el suelo y dormimos allí. Eso sí, sin almohadas, porque no las encontramos hasta el segundo día, un rato después de las tazas del desayuno y unas horas antes de los cepillos de dientes. A falta de mantas, nos tapamos con unas hamacas paraguayas y unos toallones que, vaya a saber por qué, habían sido embalados juntos. Pero eso es sólo un ejemplo. También hubo que comprar calzoncillos para mí.

Papá había averiguado cuánto cobraba una empresa de mudanzas por hacer todo. “Todo” quiere decir unos señores traen los canastos y, en un solo día, envuelven bien las copas, los juguetes, los libros y la ropa. Después, en la nueva casa, colocan las cosas donde les vas indicando.

Lydia Carreras de Sosa (fragmento del libro Las cosas perdidas, disponible en Biblioteca Juana Keiser)