¿Cuántas ruedas tiene un triciclo?

A cuadros. Era peor de lo que se había imaginado en su sueño más pesimista. Estaba a cuadros. Adela levantó la vista de las preguntas. Había respondido sólo a dos. Eso era un cuatro. Miró en dirección a Nico, que estaba a su lado, y también hacia Luc, detrás de Nico. Los dos tenían la misma cara de angustia, de dolor de estómago recalcitrante,de mareo intenso, tez pálida, congestión ocular, cara de pasmo, como si aquello no pudiera ir con ellos. Contemplaban sus exámenes absortos. Tal vez esperando un milagro. En las novelas policíacas siempre aparecía una pista de última hora, un dato perdido que conducía directamente al culpable. En los libros de ciencia ficción todo se solucionaba con una batalla galáctica aquí o una invasión de alienígenas buenos allá. En los de fantasía, el mago de turno o el héroe de siempre lo solucionaba todo cuando más perdido parecía. En los cómics no fallaba una. Y en los videojuegos,siempre había un camino, o tres vidas con las que conseguirlo, o cualquier invento,atajo o truco para completar la partida. Sólo en la vida real, y más aún en la dura realidad de las matemáticas, si no se sabía resolver un problema, no se sabía y punto. No había que darle más vueltas. Adela suspiró. Dejó de contemplar a sus dos amigos y levantó la cabeza. Se encontró con los ojos de Felipe Romero. Eso la hizo empalidecer. Si pudiera resolver un problema más. Sólo uno.

Cinco minutos —avisó el profesor de matemáticas.

Cinco minutos. O cien, ¿qué más daba? Leyó el enunciado de uno de los problemas. O estaba en blanco o no lo entendía o lo intentaba y se perdía…

¡Maldita sea! —rezongó.

Marcelina Sanjuán y Bernabé de Pedro se levantaron para entregar sus exámenes. Los primeros. Como siempre. Les sobraban cinco minutos y encima tendrían las notas más altas. ¡Qué suerte! Claro que el padre de Marcelina era físico nuclear. Seguro que eso contaba, al menos en los genes. Bernabé, en cambio, es que era así de listo. Un cerebrito. Su único y lejano consuelo era que incluso Einstein había sido malo en matemáticas. Pasaron los minutos finales.

Venga, recoged —anunció Felipe Romero.

Comenzaron a levantarse todos, excepto un par que siguió escribiendo a toda prisa y ellos tres. Nico y Luc la miraron. No hacía falta decir gran cosa. Si al menos uno aprobara…

Vamos, vamos —los apremió el profesor. Se pusieron en pie los últimos, caminaron hasta la tarima y la mesa, y depositaron sus exámenes encima del montón de hojas escritas. Rehuyeron los ojos del maestro,pero sintieron su mirada fija en sus cuerpos. Cuando salieron fuera no se detuvieron para enfrentarse a las preguntas de los demás, que discutían sobre el tercer problema o el resultado del cuarto, unos dando saltos por el éxito y otros lamentando el error cometido al darse cuenta ahora del detalle no apreciado. Ninguno habló hasta llegar abajo y ninguno cometió la torpeza de preguntar: «Qué tal».

Jordi Sierra i Fabra (fragmento del libro El asesinato del profesor de matemáticas, disponible en Biblioteca Juana Keiser)