Los niños del agua

Erase una vez un deshollinador que se llamaba Tom. Es un nombre corto y, como ya lo has oído antes, no tendrás demasiada dificultad para recordarlo. Vivía en una gran ciudad del norte de Inglaterra, donde había muchas chimeneas que deshollinar, donde Tom tenía mucho dinero que ganar y su patrón mucho que gastar. No sabía leer ni escribir, ni se preocupaba por ello, y nunca se lavaba, pues no había agua en la plazoleta donde vivía. No le habían enseñado a rezar las oraciones y jamás había oído hablar de Dios ni de Cristo, salvo en unos términos que tú nunca has oído y que habría sido mejor que él tampoco hubiera oído nunca. Se pasaba la mitad del tiempo llorando y la otra mitad riendo. Lloraba cuando tenía que trepar por los oscuros tiros de las chimeneas, restregando sus pobres rodillas y codos hasta dejarlos en carne viva; y cuando el hollín se le metía en los ojos, lo que ocurría cada día de la semana; y cuando su patrón le pegaba, lo que sucedía cada día de la semana; y cuando no tenía suficiente para comer, lo que también ocurría cada día de la semana. En cambio, se pasaba la otra mitad del día riendo: cuando jugaba con otros niños a cara o cruz, a saltar al potro por encima de los postes o a lanzar piedras a las patas de los caballos cuando pasaban trotando. Esto último era sumamente divertido, siempre y cuando hubiera un muro cerca detrás del cual poder esconderse. En cuanto a deshollinar, a pasar hambre y a que le pegasen, todo lo consideraba parte del mundo, como la lluvia, la nieve y los truenos, y aguantaba valientemente firme como una roca hasta que escampaba, tal como hacía su viejo asno ante una granizada. Luego se sacudía las orejas, se ponía tan alegre como siempre y pensaba en los buenos tiempos que vendrían cuando fuera un hombre y un patrón deshollinador, y se sentara en la taberna con una jarra de cerveza y una larga pipa, jugara a cartas con monedas de plata, vistiese pantalones de terciopelo y botas altas, tuviera un bulldog blanco con una oreja gris y llevara sus cachorros en el bolsillo, como un hombre. Y tendría aprendices, uno, dos, tres, si pudiera. ¡Cómo los intimidaría y qué palizas les daría, igual que su patrón hacía con él! Les haría cargar los sacos de hollín a casa, y él iría delante montado en su asno, con una pipa en la boca y una flor en el ojal, como un rey al frente de su ejército. Sí, se avecinaban buenos tiempos y, cuando su patrón le dejaba tomar un sorbo de los restos de su cerveza, Tom era el niño más feliz de toda la ciudad. Un día, un elegante mozo de cuadra, montado a caballo, se presentó en la plazoleta donde vivía Tom y éste se escondió detrás de un muro para coger medio ladrillo y colocarlo junto a las patas del caballo, como es costumbre en esas tierras para dar la bienvenida a los desconocidos. Pero el mozo de cuadra lo vio y, después de saludarlo, le preguntó dónde vivía el señor Grimes, el deshollinador. El señor Grimes era el patrón de Tom, y como Tom era un buen comerciante, siempre cortés con los clientes, dejó el medio ladrillo discretamente detrás del muro y se dispuso a cumplir con el encargo.

Charles Kingsley (fragmento del libro Los niños del agua, disponible en Biblioteca Juana Keiser)