El lobo Florindo

En una lejana montaña vivía el lobo Florindo con su esposa Flora y sus tres cachorros. El otoño llegaba a su fin y hacía un frío que pelaba.

– Papá tengo hambre – dijo Juanjo.

– Yo también – dijo José.

-¡Y yo! – gritó Josefa.

Florindo fue al jardín, metió piedras en un saco y se lo puso al hombro. Luego, caminó cuesta abajo y continuó por la orilla del río azul, desde donde pudo ver, en medio de una explanada, la casita blanca de la gallina Teodora. Sentada sobre el tejado de su casa, la gallina hacía guardia. Miraba de un lado a otro, por si algún intruso quisiera llevarse a sus polluelos. De pronto, descubrió al malvado Florindo. En un segundo bajó del tejado.

– ¡Niños, venid! ¡Deprisa, al refugio!

Cruzaron a nado el riachelo y subieron a un pequeño islote. Cuando el lobo llegó a la casa, comenzó a dar voces:

– ¡Teodora! ¡Niños! ¡Os he traído abundante comida!

Como nadie respondía, el lobo se dirigió a la orilla del profundo y angosto río, y, con su aguda vista, miró el solitario islote. Aspirando todo el aire que pudo, gritó:

– ¡Teodora! ¡Niños! ¡Tengo sabrosos granos de maíz!

– ¡Déjalos ahí, Florindo! ¡Gracias! – le respondió Teodora, protegiendo a sus pollelos.

– Mis polluelos ya han comido. Deja el maíz en la orilla – dijo Teodora.

Isabel Córdova Rosas (fragmento del libro El lobo Florindo, disponible en Biblioteca Juana Keiser)