Zalacaín, el aventurero

Cómo vivió y se educó Martín Zalacaín

Un camino en cuesta baja de la Ciudadela pasa por encima del cementerio y atraviesa el portal de Francia. Este camino, en la parte alta, tiene a los lados varias cruces de piedra, que terminan en una ermita y por la parte baja, después de entrar en la ciudad, se convierte en calle. A la izquierda del camino, antes de la muralla, había hace años un caserío viejo, medio derruido, con el tejado terrero lleno de pedruscos y la piedra arenisca de sus paredes desgastada por la acción de la humedad y del aire. En el frente de la decrépita y pobre casa, un agujero indicaba dónde estuvo en otro tiempo el escudo, y debajo de él se adivinaban, más bien que se leían, varias letras que componían una frase latina: Post funera virtus vivit.

En este caserío nació y pasó los primeros años de su infancia Martín Zalacaín de Urbía, el que, más tarde, había de ser llamado Zalacaín el Aventurero; en este caserío soñó sus primeras aventuras y rompió los primeros pantalones. Los Zalacaín vivían a pocos pasos de Urbía, pero ni Martín ni su familia eran ciudadanos; faltaban a su casa unos metros para formar parte de la villa. El padre de Martín fue labrador, un hombre oscuro y poco comunicativo, muerto en una epidemia de viruelas; la madre de Martín tampoco era mujer de carácter; vivió en esa obscuridad psicológica normal entre la gente del campo, y pasó de soltera a casada y de casada a viuda con absoluta inconsciencia. Al morir su marido, quedó con dos hijos Martín y una niña menor, llamada Ignacia. El caserío donde habitaban los Zalacaín pertenecía a la familia de Ohando, familia la más antigua aristocrática y rica de Urbía.

Vivía la madre de Martín casi de la misericordia de los Ohandos. En tales condiciones de pobreza y de miseria, parecía lógico que, por herencia y por la acción del ambiente, Martín fuese como su padre y su madre, oscuro, tímido y apocado; pero el muchacho resultó decidido, temerario y audaz.

En esta época, los chicos no iban tanto a la escuela como ahora, y Martín pasó mucho tiempo sin sentarse en sus bancos. No sabía de ella más si no que era un sitio oscuro, con unos cartelones blancos en las paredes, lo cual no le animaba a entrar. Le alejaba también de aquel modesto centro de enseñanza el ver que los chicos de la calle no le consideraban como uno de los suyos, a causa de vivir fuera del pueblo y de andar siempre hecho un andrajoso. Por este motivo les tenía algún odio; así que cuando algunos chiquillos de los caseríos de extramuros entraban en la calle y comenzaban a pedradas con los ciudadanos, Martín era de los más encarnizados en el combate; capitaneaba las hordas bárbaras, las dirigía y hasta las dominaba. Tenía entre los demás chicos el ascendiente de su audacia y de su temeridad. No había rincón del pueblo que Martín no conociera. Para él, Urbía era la reunión de todas las bellezas, el compendio de todos los intereses y magnificencias.

Pío Baroja (fragmento del libro Zalacaín, el aventurero, disponible en Biblioteca Juana Keiser)