El hijo del trapero

«Don nadie» significaba ser hijo de inmigrantes analfabetos y rusos judíos en la ciudad de Amsterdam —habitada por blancos anglosajones y protestantes—, estado de Nueva York, cuarenta y cinco kilómetros al noroeste de Albany. Significaba vivir en el East End, el lado opuesto al Market Hill habitado por los ricos. Significaba vivir en 46 Eagle Street, una ruinosa casa de dos plantas, con tablillas grises, la última al fondo de una calle empinada junto a las fábricas, las vías férreas y el río Mohawk.

Mi padre, Herschel Danielovitch, nació en Moscú alrededor de 1884 y huyó de Rusia hacia 1908 a fin de evitar que lo reclutara el ejército para luchar en la guerra ruso-japonesa. Eran los tiempos en que los campesinos ignorantes como mi padre, reclutados por el ejército, llevaban heno atado a una manga y paja a la otra para distinguir la mano derecha de la izquierda. Mi madre, Bryna Sanglel, de una familia de granjeros ucranianos, se quedó trabajando en una panadería para ahorrar el dinero que la llevaría a Estados Unidos dos años más tarde. Quería que todos sus hijos nacieran en esta maravillosa tierra nueva, cuyas calles creía pavimentadas de oro… literalmente.

Hoy Ellis Island es un museo, pero entre 1892 y 1924 fue una acogedora plataforma para más de dieciséis millones de inmigrantes que llegaron a este país. Amontonados en tercera clase y rodeados de olor a vómito, contemplaban con ojos desorbitados y en silencio la estatua de la «Libertad iluminando al mundo» en la cercana Bedloes Island. «Dadme vuestras masas agobiadas, pobres y apiñadas, que anhelan respirar en libertad.» Palabras encantadoras y cargadas de inspiración, pero los inmigrantes —polacos, italianos, rusos judíos— eran amontonados como animales en corrales, tratados groseramente por los funcionarios, obligados a llevar una tarjeta con su nombre, o lo que algún empleado conjeturaba que era su nombre, prendida de la ropa. Sus papeles tenían que estar en orden y debían pasar exámenes sanitarios. Por penosa que fuera la recepción, eran afortunados. Cualquier cosa era mejor que el lugar del que procedían. Pisaron esta tierra rebosantes de esperanza, con resolución y cierto temor. Sólo un cuarto de millón fue devuelto a su lugar de origen. De éstos, tres mil decidieron que era mejor quitarse la vida en Estados Unidos que vivir en el país del que habían huido.

Mis padres pertenecían al grupo de los afortunados, dichosos de escapar a los pogromos de Rusia, donde jóvenes cosacos estimulados por el vodka consideraban un deporte galopar por el gueto y abrir unas cuantas cabezas judías. Mi madre vio matar así, en la calle, a uno de sus hermanos.

Mi padre iba para sastre, pero sus manazas eran unas garras tan enormes que carecían de la finura y la delicadeza necesarias para sostener y mover una aguja. De modo que le mantenían el pulgar y el índice atados todo el día. Debió de ser atroz. En invierno hacía frío en Rusia y él no tenía zapatos; apenas llevaba un trozo de arpillera alrededor de los pies. Saltaba a la pata coja, frotándose el pie izquierdo contra la pierna derecha y viceversa.

De una forma u otra, Herschel y Bryna Danielovitch fueron a parar a Amsterdam, en Nueva York, y se dedicaron a tener hijos. En 1910, 1912 y 1914 nacieron mis hermanas Pesha, Kaleh y Tamara. Luego yo, Issur, en 1916. Después, otras tres chicas: las gemelas Hashka y Siffra en 1918, y por último Rachel, en 1924, cuando mi madre tenía cuarenta años.

Kirk Douglas (fragmento libro El hijo del trapero disponible en Biblioteca Juana Keiser)