Iacobus

Nada más descender de la robusta nau siciliana en la que había hecho el largo viaje desde Rodas —con agotadoras escalas en Chipre, Atenas, Cerdeña y Mallorca—, y tras presentar mis cartas en la Capitanía provincial de mi Orden en Barcelona, me apresuré a dejar la ciudad para dirigirme hacia Taradell y realizar una rápida visita a mis padres, a los que no veía desde hacía doce años. Aunque me hubiera gustado permanecer algunos días a su lado, apenas pude quedarme unas pocas horas, pues mi verdadero objetivo era llegar cuanto antes al lejano monasterio mauricense de Ponç de Riba, a doscientas millas al sur del reino, junto a tierras que, hasta no hacía mucho tiempo, estaban todavía en manos de moros. Tenía algo muy importante que hacer en aquel lugar, tan importante como para abandonar súbitamente mi isla, mi casa y mi trabajo, aunque, oficialmente, sólo iba para dedicar unos años al concienzudo estudio de ciertos libros que obraban en poder del cenobio y que habían sido puestos a mi disposición gracias a las influencias y los requerimientos de mi Orden.

Mi caballo, un bello animal de poderosos cuartos, hacía verdaderos esfuerzos por correr al ritmo que mi prisa le imponía, mientras cruzábamos al galope los campos de trigo y cebada y atravesábamos velozmente numerosas aldeas y villorrios. No era un buen año para las cosechas aquel de 1315, y el hambre se extendía como la peste por todos los reinos cristianos. Sin embargo, el largo tiempo pasado lejos de mi tierra me hacía verla con los ojos ciegos de un enamorado, hermosa y rica, como siempre fue. Pronto avisté los vastos territorios mauricenses, cercanos a la localidad de Torá, y en seguida los altos muros de la abadía y las puntiagudas torres de su hermosa iglesia.

Sin albergar ninguna duda, me atrevo a asegurar que Ponç de Riba, fundado ciento cincuenta años atrás por Ramón Berenguer IV, es uno de los monasterios más grandes y majestuosos que yo haya visto jamás, y su riquísima biblioteca es única a este lado del orbe, pues no sólo posee los códices sacros más extraordinarios de la cristiandad, sino la práctica totalidad de los textos científicos, árabes y judíos, condenados por la jerarquía eclesiástica, ya que, por fortuna, los monjes de San Mauricio se han caracterizado siempre por tener un espíritu muy abierto a todo tipo de riquezas. En los archivos de Ponç de Riba he llegado a ver cosas que nadie creería: cartularios hebreos, bulas papa les y cartas de reyes musulmanes que hubieran impresionado al estudioso más imperturbable.

Matilde Asensi (fragmento libro Iacobus disponible en Biblioteca Juana Keiser)