Nana

Abajo, el gran vestíbulo con losas de mármol, donde estaba el control de entrada, empezaba a llenarse de público. Por las tres verjas abiertas se veía circular la vida ardiente de los bulevares, que bullían y resplandecían en aquella hermosa noche de abril. El rodar de los carruajes se detenía un momento, las portezuelas se cerraban estrepitosamente, y todo el mundo entraba, formando pequeños grupos, detenidos unos ante la taquilla y otros subiendo la doble escalera del fondo, en donde las mujeres se retrasaban evitando los empujones con una simple inclinación del cuerpo. A la cruda claridad del gas, sobre la desnuda palidez de aquella sala, que una pobre decoración imperio convertía en un peristilo de templo de cartón, se destacaban violentamente unos altos cartelones con el nombre de Nana en grandes letras negras. Los caballeros, como pegados a la entrada, los leían; otros hablaban de pie y taponaban las puertas, mientras, cerca de la taquilla, un hombre grueso, de ancha y afeitada cara respondía bruscamente a los que insistían para conseguir una localidad.
– Ahí está Bordenave – exclamó Fauchery, bajando la escalera.
Pero el director ya le había visto.
– ¡Vaya si es servicial! – le gritó desde lejos -. ¿Es así como me hace una crónica? Abro esta mañana Le Figaro, y nada.
– No tan aprisa – respondió Fauchery -. Hay que conocer a su Nana antes de hablar de ella. Además, no le prometí nada.
Luego, para cambiar de tema, presentó a su primo Héctor de la Faloise, un joven que llegaba a París para completar su formación. El director midió al joven de una ojeada mientras Héctor lo miraba con cierta emoción. Entonces, aquel era el célebre Bordenave, el exhibidor de mujeres que las trataba como un cabo de vara, el cerebro que siempre lanzaba algún reclamo, gritando, escupiendo, golpeándose los muslos, cínico y con alma de gendarme. Héctor consideró que debía decir alguna frase amable.
– Su teatro… – empezó con voz aflautada.
Bordenave le interrumpió tranquilamente, con una palabra cruda de hombre que gusta de las situaciones francas.
– Diga mi burdel.
Entonces Fauchery tuvo una risa aprobadora mientras de la Faloise se quedaba con su cumplido ahogado en la garganta, muy extrañado y tratando de digerir la expresión. El director se había apresurado a estrechar la mano de un crítico dramático cuyas reseñas gozaban de gran influencia. Cuando regresó, Héctor de la Faloise ya había recobrado su aplomo. Temía que le tratase de provinciano y estaba muy cohibido.
– Me han dicho – añadió, queriendo encontrar una frase – que Nana tiene una voz deliciosa.
– ¿Ella? – gruñó el director encogiéndose de hombros -. Sí, una verdadera grulla.
El joven se apresuró a añadir:
– Además, es una excelente actriz.
– ¿Ella? Un paquete. No sabe dónde poner los pies ni las manos.
Héctor de la Faloise se sonrojó ligeramente. No comprendía aquello y balbució: – Por nada del mundo habría faltado al estreno de esta noche. Sabía que su teatro…
– Diga mi burdel – interrumpió nuevamente Bordenave con la fría terquedad de un hombre convencido.
Fauchery, mientras tanto, observaba tranquilamente a las mujeres que entraban. Al ver que su primo se quedaba con la boca abierta, sin saber si echarse a reír o enfadarse, acudió en su ayuda.

Émile Zola