Lejos de ti esta primavera

Joan Scudamore entornó los ojos para poder ver en la penumbra del comedor del albergue. «Parece… No, es imposible. ¡Pues claro que es ella! ¡Es Blanca Haggard!». ¡Parecía imposible! ¡En pleno desierto encontrarse con una antigua amiga del colegio! No la había visto desde hacía… ¡por lo menos quince años!
Joan estaba radiante de satisfacción. Era de carácter sociable y siempre le gustaba volver a encontrar viejas amistades. Después se dijo para sí: «¡Cuánto ha cambiado la pobre! Parece mucho mayor de lo que es. ¿Qué tendrá? A lo sumo… unos… unos cuarenta y ocho años; no más». Con gesto instintivo se volvió hacia el espejo que tenía detrás de ella. Lo que vio reflejado en él la ayudó a conservar su alegría. «Hay que reconocer —pensó Joan Scudamore— que sé envejecer muy bien». Veía en el espejo la imagen de una mujer de mediana edad, esbelta, de tez extraordinariamente juvenil, cabellos castaños, apenas ligeramente encanecidos, ojos brillantes y boca sonriente. Aquella imagen de mujer, vestida con un traje chaqueta de corte sobrio y tela ligera, llevaba un bolso grande en la mano. Para viajar, nada más cómodo.
Joan Scudamore volvía de Bagdad e iba a Londres por tierra. Había llegado de Bagdad en tren; pasaría la noche en el parador del ferrocarril, y mañana por la mañana continuaría el viaje en autocar. La súbita enfermedad de su hija menor la había obligado a salir de Gran Bretaña a toda prisa. Había considerado, con gran alarma, que su yerno William carecía de espíritu práctico y que el desorden más absoluto debía estar amenazando aquella casa que pronto iba a convertirse en un caos. Pero, de ahora en adelante, todo iría bien. Había tomado el mando y había hecho todo lo preciso. Había previsto todo lo necesario para el bebé, para William y para Bárbara, aún convaleciente; lo había dejado organizado todo de una vez para siempre. «A Dios gracias —estaba pensando en aquellos momentos Joan—, puedo vanagloriarme de tener sobre mis hombros una cabeza bien organizada». William y Bárbara le estarían eternamente reconocidos. Le habían rogado que prolongara más su estancia, que no se marchara tan pronto; pero sonriendo, para ocultar un suspiro de pena, ella había rehusado. Había que pensar en Rodney, en su pobre y querido Rodney, anclado en Crayminster, lleno de trabajo y abandonado al cuidado de las criadas. «¿Y de qué servían con lo poco que valía el servicio hoy día?», se decía Joan. Recordaba que Bárbara le había dicho: «Mamá, ¡tú sí que sabes elegir bien las chicas de servicio! ¡Todas las de nuestra casa han sido verdaderas perlas!». Joan se había reído un poco, le había gustado aquello, siempre resulta agradable ver que le hacen a una justicia. Muchas veces se había preguntado si su familia no tenía excesiva tendencia a considerar como cosa excesivamente natural el buen aspecto de la casa y los trabajos que ella se tomaba para que todo estuviera siempre a punto.

Mary Westmacott (conocida como Agatha Christie)