Lucian

Me encontraba en una habitación con una alfombra de felpa verde oscuro. Las paredes estaban recubiertas de madera. Había una cama con una colcha floreada. Encima se veía un cuadro de un paisaje de montañas horrendamente cursi. Sobre mi cabeza oscilaba una araña de luces y junto a mí había pedazos de tiestos. Estaban por todas partes: sobre mi vientre, en las manos… Despedían un olor metálico dulce y, desconcertada, caí en la cuenta de que era sangre.

¿Mi sangre? Necesitaba aire, pero en el cuarto aquel no había aire, o quizá yo no tenía aire. Jadeé, gemí, quise moverme, pero no podía y los dedos no me obedecían.

¿Dónde me encontraba? No conocía esa habitación. ¿Qué hacía aquí? ¿Estaba sola? No. Había alguien, yo lo sentía, pero no lograba reconocer su rostro. Por favor, por favor, no… no me dejes…

Incluso las palabras se sentían como cascajo, frías y agudas, e infundían angustia. Solo ahora noté que estaba mendigando por mi vida. El cuarto, ajeno, feo e impersonal, se extendió y luego se encogió: cada vez más cerca, las paredes presionaban sobre mi vientre. Sentía frío y olía a sudor. Me despertó mi propio grito. Ante mí se encontraba sentada mi madre. Me tenía en brazos y, con un roce, me retiró el cabello de la frente. Me encontraba completamente sudada. Como a través de una pared de niebla, oía murmurar a Janne.

Lobita, todo ha sido un sueño. Hey, todo está bien. Ya pasó.

Necesitaba aire. ¡No, no! No había pasado. Miré en torno a la habitación, mi cuarto, que me era tan familiar. Como para asegurarse, mis ojos lo tocaban todo. El puff negro. Los trofeos de los concursos de natación sobre los estantes. El dispensador de bombones color rojo encendido que Sebastián había llenado de Smarties. Mi escritorio con la vieja manzana de papá, en la pared el gran cuadro de hoja de lata en el que una mujer cincuentona se sube las mangas de su overol azul. Con grandes letras se leía: We can do it (Podemos hacerlo). Ok. Esto de aquí era realmente mi cuarto y junto a mí estaba sentada mi madre, que me hablaba para tranquilizarme, como si fuera yo una niña chiquita. Olía su perfume, que se mezclaba con el calor de su piel. Pero ¿por qué no escuchaba mi corazón ir a toda velocidad? Casi me asqueaba el olor de mi propio sudor. Algo en mi pecho se había desgarrado. Se sentía como una mano de hierro que me quitaba el aire. La angustia de no poder respirar era tan agobiante que cada vez buscaba el aire con mayor agitación. Ya no sentía las manos, y el rostro de Janne estaba tan estrambóticamente lejos, aun cuando permanecía sentada justo frente a mí.

¿Rebecca? ¡Rebecca!…

Yo me esforzaba por concentrarme en la voz de Janne, pero incluso sus palabras sonaban en mis oídos como venidas de lejos.

… Tesoro, escúchame…

Me esforzaba entre convulsiones, abría la boca, pero no podía responder.

Isabel Abedi