El alquimista

Se quedó mirando las piedras, y las tocó sucesivamente con cuidado, sintiendo la temperatura y la superficie lisa. Ellas eran su tesoro. El simple contacto de las piedras le dio más tranquilidad. Le recordaban al viejo. «Cuando quieres una cosa, todo el Universo conspira para ayudarte a conseguirla», le había dicho. Le gustaría saber cómo podía ser verdad aquello. Estaba en un mercado vacío, sin un céntimo en el bolsillo y sin ovejas para guardar aquella noche. Pero las piedras eran la prueba de que había encontrado un rey, un rey que sabía su historia, sabía acerca del arma de su padre y de su primera experiencia sexual. «Las piedras sirven para la adivinación. Se llaman Urim y Tumim.»

El muchacho colocó de nuevo las piedras dentro del zurrón y decidió hacer la prueba. El viejo le había dicho que formulara preguntas claras, porque las piedras sólo servían para quien sabe lo que quiere. El muchacho preguntó entonces si la bendición del viejo continuaba aún con él. Sacó una de las piedras. Era «sí».

-¿Voy a encontrar mi tesoro?

Metió la mano en el saco para coger una piedra cuando ambas se escurrieron por un agujero en la tela. El muchacho nunca se había dado cuenta de que su zurrón estuviera roto. Se inclinó para recoger a Urim y Tumim y colocarlas otra vez dentro. Al verlas en el suelo, sin embargo, otra frase surgió en su cabeza.

«Aprende a respetar y a seguir las señales» le había dicho el viejo rey. Una señal. El chico se rió para sus adentros. Después recogió las dos piedras del suelo y las volvió a colocar en el zurrón. No pensaba coser el agujero: las piedras podrían escaparse por allí siempre que quisieran. Había entendido que no se deben preguntar ciertas cosas para no huir del propio destino. «Prometí tomar mis propias decisiones», se dijo. Pero las piedras le habían dicho que el viejo seguía con él, y eso le dio más confianza. Miró nuevamente el mercado vacío y ya no sintió la desesperación de antes.

No era un mundo extraño; era un mundo nuevo. Y, al fin y al cabo, todo lo que él quería era exactamente eso: conocer mundos nuevos. Incluso aunque jamás llegase hasta las Pirámides él ya había ido mucho más lejos que cualquier pastor que conociese. «¡Ah, si ellos supieran que apenas a dos horas de barco existen tantas cosas diferentes!» El mundo nuevo aparecía frente a él bajo la forma de un mercado vacío, pero él ya había visto aquel mercado lleno de vida y nunca más lo olvidaría. Se acordó de la espada: le costó muy caro contemplarla durante unos instantes, pero tampoco había visto nada igual en su vida. Sintió de repente que él podía contemplar el mundo como una pobre víctima de un ladrón o como un aventurero en busca de un tesoro. «Soy un aventurero en busca de un tesoro», pensó, antes de que un inmenso cansancio le hiciese caer dormido.

Lo despertó un hombre que le estaba tocando con el codo. Se había dormido en medio del mercado y la vida de aquella plaza estaba a punto de recomenzar. Miró a su alrededor, buscando a sus ovejas, y se dio cuenta de que estaba en otro mundo.

En vez de sentirse triste, se sintió feliz. Ya no tenía que seguir buscando agua y comida; ahora podía seguir en busca de un tesoro. No tenía un céntimo en el bolsillo, pero tenía fe en la vida. La noche anterior había escogido ser un aventurero, igual que los personajes de los libros que solía leer. Comenzó a deambular sin prisa por la plaza. Los comerciantes levantaban sus paradas; ayudó a un pastelero a montar la suya. Había una sonrisa diferente en el rostro de aquel pastelero: estaba alegre, despierto ante la vida, listo para empezar un buen día de trabajo. Era una sonrisa que le recordaba algo al viejo, aquel viejo y misterioso rey que había conocido.

Paulo Coelho