Todos estuvieron de acuerdo en que era la mejor solución. Ana examinó la bolsa de las viandas y contó una botella de leche, algo de crema, cuatro huevos, tres tomates, un pedazo de tocino, dos buenas tajadas de carne ahumada y un gran hueso, propiedad de Tim, naturalmente.
Decidieron dejar la leche, el tocino y un tomate para el desayuno y se sirvieron el resto.
— ¿Por qué la comida sabe tan rica fuera de casa? —comentó Dick, dando buena cuenta de su ración de carne ahumada—. Lástima que no nos quede más cerveza de jengibre, vendría de maravilla en estos momentos.
Los demás estaban completamente de acuerdo con aquella observación. Tim ladró mostrando su conformidad, aunque bien sabían ellos que, al animal, no le gustaba especialmente aquella bebida.
Tras la frugal cena, los chicos se lavaron los dientes y se metieron en sus sacos. Tim se acomodó a los pies de Jorge, como hacía siempre. Julián apagó su linterna y la habitación quedó sumida en la oscuridad. Hacía rato que ya no escuchaban el sonido de la lluvia golpeando en la madera de la entrada, por lo que dedujeron que la tormenta habría pasado de largo. Se dieron las buenas noches y, poco después, los cinco dormían a pierna suelta sin que nada les perturbase.
Los cinco y el secreto de la montaña
