Exactamente, cambiando las ropas, es como ella fue; una muchachita de unos dieciocho o veinte años, rubianca, de estatura mediana, delgaducha, pero con cierta gracia. Va vestida como van casi todas: pantalón tejano, blusita blanca, zapatos deportivos, sin medias; y una mochila mediana, cuadrada, que cuelga liviana de uno de sus hombros. El pelo, semilargo; unos grandes ojos claros intactos que ansían poblarse de imágenes distintas. Está a un lado de la carretera y no hace señas a ningún coche. Espera sencillamente.
Va disminuyendo velocidad, curiosa, hasta detenerse ante ella, que la contempla tranquila.
-¿Quieres subir? – dice.
Y la chica se sonríe alegre y abre la puerta y se mete con toda su breve impedimenta.
– Déjala atrás, no vas a poder moverte.
-Sí.
Reanuda la marcha. No hablan. Cuando avanzan un par de kilómetros, le pregunta sin mirarla:
-¿Adónde vas?
Como tarda en contestar, vuelve a disminuir la marcha y por fin oye la respuesta.
– A cualquier sitio.
Sonríe divertida:
-La cuestión es irse, ¿no?
-Sí.
La carretera aguarda, como ella, que el coche vaya a donde sea, pero que vaya; parado, nada significa. Hay que seguir. Sigue.
– Yo voy hacia el mar… -dice.
– Iré con usted – contesta; y como se produce un silencio, añade: – si es que quiere llevarme.
No contesta. Viaja sola porque así lo prefiere. Esta súbita e inesperada compañía no acaba de hacerle gracia. Sí que es una chica de grata apariencia, que no huele mal y que va limpia, pero…
– No pensaba viajar acompañada…
– Pare y me bajaré.
– Otro coche vendrá, ¿eh?
– Sí.
Ahora se siente fastidiada. No importa quién, sino un coche, el que se detenga al verla quieta al borde del camino.
-… Porque lo que te interesa es ir.
– Sí.
¿Se detiene y la abandona; no va a saber por qué ha salido a la carretera sin un destino predeterminado, a lo que sea…?
– Bueno, te llevaré.
– De acuerdo.
– Y… ¿y luego?
– No importa.