ACTO PRIMERO
Cuadro primero
Un palacio
ESCENA PRIMERA
El REY y la REINA
REY — No llores más. La felicidad de nuestro reino exige el sacrificio. El Príncipe sabe todo lo que pueden enseñar los libros y los maestros; pero es preciso que conozca el mundo.
REINA — ¿Crees que vale la pena de conocerlo? ¡Bueno está el mundo! ¡Exponer a sus riesgos y maldades al hijo mío; tan hermoso, tan inocente!… REY — Bueno sería, si la vida pudiera detenerse, si por ley natural no hubiéramos de faltarle cuando aún será muy joven. El cariño de los padres puede levantar murallas que defiendan a los hijos de la maldad y tristezas del mundo; puede fingirles un mundo de ilusiones, que no es el verdadero… Pero al morir nosotros, cuando deba reinar él solo sobre millones de súbditos de toda condición; cuando nadie esté a su lado para quererle con desinterés, para aconsejarle sin malicia, para advertirle sin engaños…
REINA —¿Y para qué han servido entonces tantos maestros?
REY — Para que nuestro hijo se canse de ellos y prefiera a sus lecciones fastidiosas leer cuentos de hadas y encantadores. ¿Te parece poco?
REINA —¿Y eso te agrada? ¿No hubiera sido mejor orden primero las mentiras de los cuentos, después las verdades de la ciencia?
REY — Nunca. Es mejor orden asentar primero el terreno firme y sobre él esparcir la menuda arena en que puedan florecer los rosales, que no dejar caer sobre las flores las duras piedras del terreno firme. Edifiquemos nuestra vida como gótica catedral: bien cimentada abajo, como fortaleza; pero en lo alto, festones florecidos, claros de vidrios multicolores; aligerar la mole, toda de piedra; como si más que afirmada en la tierra pareciera suspendida del cielo.
REINA — Bien está. Pero no comprendo lo que el viaje de nuestro hijo pueda significar en todo eso.
REY — Significa el puente que hemos de tender entre la verdad y la ilusión. Ese puente es la vida, que va de una a otra y las une y las confunde de tal modo que forma de ellas toda la realidad.
ESCENA II
DICHOS, el PRÍNCIPE, el PRECEPTOR y TONINO
REINA — ¡Hijo mío!
PRÍNCIPE —V engo a pediros vuestra bendición.
REINA — ¡Qué crueldad, qué crueldad!
REY — Vamos… Eres reina antes que madre… Abrazad a vuestro hijo y no hagáis flaquear su valor.
PRÍNCIPE — Madre y señora mía… Voy muy contento… Me acompañan fieles servidores… Mi preceptor y mi buen Tonino…
REINA — Habrás dispuesto el equipaje sin olvidar nada.
REY — ¿Qué llevas ahí?
PRECEPTOR — Libros para el estudio.
TONINO — Yo, buenas provisiones, que es lo que importa.
REINA — ¡Hijo mío! Yo sé que el Rey quiere que viajes sin aparato alguno, por-que el Tesoro real no está para despilfarras; pero tu madre ha sabido ahorrar para ti estos doblones… Fueron un regalo del Rey para un manto de armiño; el que tengo está muy apolillado, pero hasta tu regreso no he de vestirme más que de jerga y bayetas.
REY — Eso es, para que los sastres y modistas se hagan republicanos… Te comprarás el manto y vestirás como conviene al decoro regio.
REINA — Vosotros, mis buenos servidores, cuidad a vuestro Príncipe… PRECEPTOR — Volverá hecho un sabio.
TONINO — Os le traeré sano y gordo.
REINA — Eso, eso… Cuidado con lo que comes, sobre todo. No le dejes atracarse de mojama, castañas pilongas, ni pastillas de goma… Ya sabes que el Príncipe se muere por estas golosinas… Ved que es el heredero del reino. PRECEPTOR — Vuestro reino tendrá en él un rey sabio y justo.
REINA — ¿Lleva mucha ropa blanca?
PRECEPTOR — De todo, señora.
REINA — ¿Las tres docenas de pañuelos que yo le he bordado?
PRÍNCIPE — Sí, madre mía… Pero yo no sé que los príncipes hayan usado nunca más de un pañuelo de finos encajes, ni que hayan necesitado ropa blanca… Las historias de hadas no dicen nada de eso… Los príncipes van por selvas y montes, caen sobre ellos aguaceros deshechos, cruzan ríos y lagos, y su ropa no padece deterioro.
TONINO —¿Y no alcanza a sus criados esa virtud? Porque sentiría estropear este sayo, que es el mejor de los dos que tengo.
REY — Vaya, apresurad la partida, antes de que llegue la noche.
PRÍNCIPE — Padre y señor… Madre mía…
REINA — Escribid a diario.
PRECEPTOR — ¿Llegarán las cartas?
REINA — Sí, el Rey ha dado órdenes muy severas para el buen servicio del correo.
PRECEPTOR — Menos mal. Siempre ganan algo los pueblos con los viajes de los príncipes.
REINA — Adiós, adiós… ¿No habrás olvidado el frasco de la magnesia?
REY — ¡Oh! Las mujeres… Nunca saben dar a una situación la solemnidad conveniente.
PRECEPTOR — Señor, ¿hay nada más solemne que estos vulgares cuidados de las madres?…
TODOS — Adiós, adiós, adiós…
Jacinto Benavente