Afrodita

Hace algunos años invité a cenar, con intención de seducirlo, claro está, a un escurridizo galán, cuya fama de buen cocinero me obligaba a esmerarme con el menú. Decidí que una omelette de trufas salpicada con una nubecilla de caviar rojo al servirla (el gris estaba lejos de mis posibilidades), constituía una invitación erótica obvia, algo así como regalarle rosas rojas y el Kama Sutra. Busqué las trufas por cielo y tierra y cuando finalmente di con ellas, mi modesto presupuesto de inmigrante en tierra ajena no alcanzó para comprarlas. El dependiente de la tienda de delicatessen, un italiano tan inmigrante como yo, me aconsejó olvidarme de ellas.

¿Para qué no lleva callampas, en vez?— preguntó, mientras yo miraba desamparada esos fragmentos negruzcos como caca de conejo, que a mis ojos brillaban como diamantes.

No es lo mismo, las trufas son afrodisíacas.

¿Son qué?

Sensuales —dije, para no entrar en detalles.

Debo haberme ruborizado, porque el hombre salió de detrás del mostrador y se me acercó con una sonrisa extraña. Imaginaba, supongo, que yo era una ninfómana dispuesta a frotarme las zonas erógenas con sus trufas.

Románticas —murmuré cada vez más colorada.

¡Ah! ¿Para un hombre? ¿Su novio, su marido?

Bueno, sí…

Al punto la sonrisa perdió el sarcasmo y se tornó cómplice; volvió tras el mostrador y produjo un frasco pequeño, como de perfume.

Olio d’oliva aromatizato al tartufo bianco — anunció en el tono de quien saca un as de la manga —. Aceite de oliva con olor a trufas — aclaró. Y enseguida puso en una bolsa de plástico unas cuantas aceitunas negras, con la indicación de lavarlas bien para quitarles el sabor, picarlas en trocitos y marinarlas un par de horas en el aceite trufado. — ¡Tan romántico como las trufas y mucho más barato! — me aseguró.

Así lo hice. La omelette quedó perfecta y cuando el exquisito galán detectó el inconfundible olorcillo y preguntó sorprendido si aquellos pedazos oscuros eran trufas y dónde diablos las había conseguido, hice un gesto vago que él interpretó como coquetería. Devoró la omelette mirándome de soslayo con una expresión turbia, que entonces me pareció irresistible, pero ahora, vista con el desprendimiento de la edad, me resulta más bien cómica. Me alegra haberle dado aceitunas. Su reputación de galán era tan exagerada como la de las trufas.

Y como estamos hablando de aceite de oliva trufado, ha llegado el momento de ofrecer mi receta de emergencias. Desde que cumplí diecinueve años he estado casada cada día de mi vida, excepto tres meses de parranda entre un divorcio y el segundo marido. Eso significa que he tenido aproximadamente 16.425 ocasiones de sacar de tino a algún hombre. La creación de esta sopa no es cosa del azar, sino de la necesidad. Es un afrodisíaco prácticamente infalible, que preparo después de alguna pelea fuerte, como una bandera de tregua que me permite hacer las paces sin humillarme demasiado. A mi contrincante le basta olerla para entender el mensaje.

Isabel Allende

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