El lector de Julio Verne

La gente dice que en Andalucía siempre hace buen tiempo, pero en mi pueblo, en invierno, nos moríamos de frío.

Antes que la nieve, y a traición, llegaba el hielo. Cuando los días todavía eran largos, cuando el sol del mediodía aún calentaba y bajábamos al río a jugar por las tardes, el aire se afilaba de pronto y se volvía más limpio, y luego viento, un viento tan cruel y delicado como si estuviera hecho de cristal, un cristal aéreo y transparente que bajaba silbando de la sierra sin levantar el polvo de las calles. Entonces, en la frontera de cualquier noche de octubre, noviembre con suerte, el viento nos alcanzaba antes de volver a casa, y sabíamos que lo bueno se había aca­ bado. Daba igual que en uno de esos viejos carteles de colores que a don Eusebio le gustaba colgar en las paredes de la escuela, pudiéramos leer cada mañana que el invierno empieza el veintiuno de diciembre. Eso sería en Madrid, porque en mi pueblo, el invierno empezaba cuando quería el viento, cuando al viento se le antojaba perseguirnos por las callejas y arañarnos la cara con sus uñas de cristal como si tuviera alguna vieja cuenta que ajustar con nosotros, una deuda que no se saldaba hasta la madrugada, porque seguía zumbando sin descanso al otro lado de las puertas, de las ventanas cerradas, para cesar de repente, como empachado de su propia furia, a esa hora en la que hasta los desvelados duermen ya. Y en esa calma artera y sigilosa, a despecho de los libros, y de los calendarios, aunque no estuviera escrito en ningún cartel, la primera helada caía sobre nosotros. Después, todo era invierno.

El hielo cubría el patio con una gasa blancuzca y sucia, como una venda vieja sobre los raquíticos troncos de los árboles que flanqueaban el pozo, y a la luz aún imprecisa del amanecer, otorgaba una misteriosa relevancia a cada guijarro, perfiles nítidos que se destacaban del suelo encrespado, erizado de frío. También a mi nariz, que se despertaba en mi cara como un apéndice helado, casi ajeno, antes que yo mismo. Entonces sacaba una mano para tocarla, como si me extrañara encontrarla allí, entre mis ojos y mi boca, y el contraste de temperatura me dolía al mismo tiempo en la nariz y en la punta de los dedos. Para evitarlo, metía la cabeza entera bajo las sábanas calientes, ablan­ dadas de calor, y me volvía a dormir, y ese sueño era mejor que el primero pero, como casi todo lo que es mejor en esta vida, duraba poco. La puerta del cuarto que compartía con mis hermanas que­ daba en su mitad, al otro lado de la cortina verde, pero la ventana me correspondía a mí, y por eso madre me despertaba siempre antes que a ellas. Al mismo tiempo que la luz, percibía su voz, vamos, Nino, arriba, que ya es hora, y un instante después, sobre la frente, el beso leve, apresurado, que inauguraba sin remedio la mañana.

Todos los días comenzaban igual, los mismos pasos, las mismas palabras, el pequeño ruido de sus dedos al abrir las con­traventanas y aquel beso también pequeño, la piel de mi madre rozando mi piel apenas, una delicadeza que nacía de la prisa y no se parecía a la estruendosa, repetida presión de los labios que me daban las buenas noches como si quisieran quedarse impresos para siempre en mis mejillas. Todos los días comenzaban igual, pero la primera helada, sin cambiar nada, lo cambiaba todo. En otras casas del pueblo, empezaban a mirar al monte con el ceño fruncido, un solo gesto de preocupación en muchos rostros dife­rentes. En la mía, que no era tal, sino tres habitaciones de la casa cuartel de Fuensanta de Martos, todos nos portábamos mejor porque sabíamos que, cuando empezaba el invierno, mi madre dejaba de estar para bromas.

Almudena Grandes