Frankenstein

El afecto que siento por mi invitado aumenta cada día. Suscita a la vez mi piedad y mi admiración hasta extremos asombrosos. ¿Cómo puedo ver a tan noble criatura destruida por la miseria sin sentir el dolor más acuciante? Es tan dulce y a la vez tan sabio; tiene la mente muy cultivada, y cuando habla, si bien escoge las palabras cuidadosamente, éstas fluyen con una rapidez y elocuencia poco frecuentes.

Está muy restablecido de su enfermedad, y pasea continuamente por la cubierta, vigilando la aparición del trineo que precedió al suyo. Sin embargo, aunque apenado, no está tan sumido en su propia desgracia como para no interesarse profundamente

por los quehaceres de los demás. Me ha hecho muchas preguntas respecto a mis propósitos y yo le he contado mi pequeña historia con toda sinceridad. Pareció alegrarle mi franqueza, y me sugirió varios cambios en mis planes, que encontraré sumamente útiles. No hay pedantería en su ademán, sino que más bien todo lo que hace parece brotar tan sólo del interés que instintivamente siente por el bienestar de todos los que lo rodean. A menudo le invade la tristeza y entonces se sienta sólo e intenta superar todo lo que de hosco y antisocial hay en su humor. Estos paroxismos pasan, como una nube por delante del sol, si bien su abatimiento nunca le abandona. Me he esforzado por granjearme su confianza y espero haber tenido éxito. Un día le mencioné mi eterno deseo de encontrar un amigo que pudiera simpatizar conmigo y orientarme con su consejo. Le dije que no pertenecía a la clase de hombres a quienes un consejo puede ofender.

––Soy autodidacta, y quizá no confíe demasiado en mi propia capacidad. Por tanto, desearía que mi amigo fuera más sabio y avezado que yo, para afianzarme y apoyarme en él. Tampoco creo que sea imposible encontrar un verdadero amigo.

––Estoy de acuerdo con usted contestó el extranjero–– en que la amistad es algo no sólo deseable, sino posible. Tuve una vez un amigo, el más noble de los seres humanos, y por tanto estoy capacitado para juzgar con respecto a la amistad. Tiene usted esperanzas y el mundo ante usted es suyo, y no tiene razón para desesperar. Mas yo…, yo he per- dido todo y no puedo empezar la vida de nuevo.

Al decir esto, su rostro cobró una expresión de sereno y resignado dolor que me llegó al corazón. Pero él permaneció en silencio, y al poco se retiró a su camarote.

Mary W. Shelley