El caballero de las botas azules

HOMBRE.— Ya que has acudido a mi llamamiento, ¡oh musa!, escúchame atenta y propicia, y haz que se cumpla mi más ferviente deseo.

MUSA.— (Oculta tras una espesa nube.) Habla, y que tu lenguaje sea el de la sinceridad. Mi vista es de lince.

HOMBRE.— De ese modo podrás conocer mejor la idea que me anima. Pero quisiera que se disipase el humo denso que te envuelve. ¿Por qué tal recato? ¿Acaso no he de conocerte?

MUSA.— No soy recatada, sino prudente; así que te acostumbres a oírme, te acostumbrarás a verme. Di en tanto, ¿qué quieres?

HOMBRE.— ¡Hasta las musas son coquetas!

MUSA.— Considera que soy musa, pero no dama, y que no debemos perder el tiempo en devaneos.

HOMBRE.— ¡Qué estupidez!… pero seré obediente, en prueba de la sumisión que te debo. Yo quiero que mi voz se haga oír, en medio de la multitud, como la voz del trueno que sobrepuja con su estampido a todos los tumultos de la tierra; quiero que la fama lleve mi nombre de pueblo en pueblo, de nación en nación y que no cesen de repetirlo las generaciones venideras, en el transcurso de muchos siglos.

MUSA.— ¡Necio afán el de la gloria póstuma, cuyo ligero soplo pasará como si tal cosa sobre el esparcido polvo de tus huesos! Cuídate de lo presente y deja de pensar en lo futuro, que ha de ser para ti como si no existiese.

HOMBRE.— ¿Y eres tú, musa, a quien he invocado lleno de ardiente fe, la que me aconsejas el olvido de lo que es más caro a un alma ambiciosa de gloria? ¿Para qué entonces la inspiración del poeta?

MUSA.— ¡Locas aprensiones!… El bien que se toca es el único bien; lo que después de la muerte pasa en el mundo de los vivos, no es nada para el que ha traspasado el umbral de la eternidad.

HOMBRE.— ¿Qué estoy oyendo? ¿Aquella de quien lo espero todo se atreve a llamar nada al rastro de luz que el genio deja en pos de sí? La gloria póstuma, ¿es asimismo una mentira?

MUSA.— ¡Cesa!… ¡Cesa!… si quieres ser mi protegido. No entiendo nada de glorias póstumas, ni de rastros de luz. El poder que ejerzo sobre el vano pensamiento de los mortales, acaba al pie del sepulcro.

HOMBRE.— Estoy confundido… ¡Qué respuestas… qué acritud, qué indigna prosa!… Tú no eres musa, sino una gran bellaca, tan cierto como he nacido nieto de Adán.

MUSA.— He ahí una franqueza poco galante y de mal gusto en boca de un genio.

HOMBRE.— ¿También irónica? ¡Oh! ¿De qué baja ralea desciendes, deidad desconocida? ¿Te pareces por ventura a las otras musas tan cándidas, tan perfumadas y tan dulces como la miel? ¿Si tendré que llorar a mis antiguas amigas de quienes ingrato he renegado por ti?

MUSA.— ¿Tú llorar… ? ¿Cómo de esos ojos acostumbrados a sostener las iras de los tiranos, pudiera destilarse ese fuego de dolor que el corazón del hombre sólo exprime en momentos supremos?

HOMBRE.— ¡Taimada! Las lágrimas son patrimonio de todos.

MUSA.— Sea, mi pequeño Jeremías; pero tú sabes que has acudido a mí, fatigado de recorrer las obligadas alamedas del Parnaso. Allí, el vibrante son de las cuerdas del arpa, la armoniosa lira, el eco de la flauta, el murmurio de los arroyos y el canto matinal de los pájaros, habían llegado a poner tan blando tu corazón, tan quebrantado tu ánimo, y tu espíritu tan flojo y vacilante, que, pobre enfermo, sintiendo escapársete la vida, te volviste ansioso hacia mí, para respirar el airecillo regenerador, que yo agitaba vigorosamente con mis alas invisibles.

Rosalía de Castro