Barrio de maravillas

El timbre sonó de un modo particular. Sonaba de un modo particular todas las tardes, pero aquel día se hizo notar más su particularidad. El timbre delataba el titubeo, la duda de quien lo oprimía temiendo que no respondiese la persona llamada, y aquella vez no respondió. Sonó como siempre; primero una vibración apenas audible y luego ya un breve timbrazo sin remedio: ya está, ya sonó, ahora a esperar. No abrió la puerta Elena. Antes de abrirse la puerta fueron acercándose pasos que no eran los de ella, pero ya no era posible retroceder: se abrió la puerta.

¿Vienes a ver a Elena?

¿Se puede contestar a una pregunta superflua?… ¿Hay motivo para preguntar qué hace al que hace una misma cosa todos los días a la misma hora?… La respuesta afirmativa asume cierta culpabilidad… Sí, claro que sí, ¿por qué negarlo?, como todos los días. ¿A qué otra cosa podría venir?… Todo esto en un mero:

Sí, señora.

Pues Elena no está: salió con sus amiguitas.

Entonces una despedida banal, torpe, evasiva como de quien es cogido en falta y media vuelta hacia la escalera; hacia el tramo que sube, pero sin subirlo, con una lentitud en los pies que la mente recorre veloz, en zig-zag, en idas y venidas, en círculos concéntricos expandiéndose al impacto de cada piedra, de cada pensamiento que se deja caer como nunca pensado… Entonces ¿quién soy yo?… Si ellas, las otras —¿qué otras?— son sus amiguitas, yo ¿qué soy?… Yo ¿quién soy?

¡Isabel!

Una voz vibrante y al mismo tiempo capciosa, desde la enorme estatura que no ha cerrado la puerta.

Isabel, ¿querrías hacerme un trabajito?

Sí, señora, lo que usted quiera.

Entra, entonces.

Entrar sola — sola, sin Elena —, cruzar la antesala oscura, que se llena de luz al abrir la puerta del gabinete y entrar en el gabinete sola; quedarme sola allí unos minutos…

Mira, ¿ves este trocito de hilo? Es un lino muy bueno, como ya no se hace. ¿Tú sabes sacar hilos?

Sí, señora.

A mí ya mis ojos no me lo permiten. Fíjate, está marcado con unas crucecitas. ¿Tú serías capaz?

Sí, señora, yo sé hacerlo muy bien.

Ya me figuro, serás tan habilidosa como tu madre.

Mi madre no sabe en este momento lo que voy a hacer y seguramente le gustaría saberlo. Me diría, «A ver si te portas bien»… Yo no sé si a mí también me gusta, pero, me guste o no, quiero portarme bien, quiero demostrar que aunque esté sola…

Siéntate en esta sillita, junto al balcón. Todavía habrá luz un buen rato…

 

Rosa Chacel