Diez negritos

Sin gran entusiasmo, miss Brent se dejó ayudar para subir a la canoa. Los demás la siguieron. Hasta este momento ninguna cordialidad se había establecido entre los invitados. Cada uno parecía estudiar a su vecino. En el instante en que la canoa iba a ponerse en marcha, el marino se detuvo con el bichero en la mano. En la bajada que había hacia el pueblo un automóvil descendía a toda velocidad. Era un auto tan potente y de líneas tan perfectas que les causó el efecto de una aparición. Al volante estaba sentado un joven que a la luz del crepúsculo parecía un héroe nórdico. Se oyó el sonido del claxon como un rugido infernal, repercutiendo por las rocas de la bahía. En este instante fantástico, Anthony Marston parecía estar por encima de los pobres mortales. Esta escena quedó grabada en la mente de quienes fueron testigos de su entrada en aquel pueblecito.

Fred Narracott, sentado cerca del motor, pensaba: «¡Vaya reunión de personas raras!» No esperaba conducir a este género de invitados para míster Owen. Creía que serían más elegantes. Las mujeres con bellos trajes y los hombres con atuendo apropiado para el yachting, todos ricos e importantes. Estos sí que no se parecen a los invitados de míster Elmer Robson. Una sonrisa burlesca se dibujó en sus labios mientras pensaba en otros tiempos. ¡Qué magníficas recepciones daba el millonario! ¡El champaña corría a torrentes!

Míster Owen debía ser una persona completamente diferente. Fred se extrañaba de no haber visto jamás a míster Owen, ni a su esposa. Nunca venían al pueblo. Todos los encargos eran hechos y pagados por míster Morris. Las instrucciones eran siempre claras y precisas, y el pago, rápido.

Claro que esto no dejaba de ser extraño. Los periódicos suponían en todo esto un misterio. Míster Narracott abundaba en esta opinión. ¿Pudiera ser que la isla perteneciera a miss Gabrielle Turl? Sin embargo, esta hipótesis se encontraba desechada al ver a los invitados; ninguno de ellos parecía vivir en el ambiente de una estrella de cine.

Fríamente los catalogaba en su interior.

Una solterona, con su agrio carácter… El las conocía bien. Estaba dispuesto a apostar que era una arpía. Al viejo militar se le notaba en seguida la carrera. La joven era bonita, pero nada extraordinaria y, desde luego, nada de estrella de Hollywood. Un grueso señor, que no tenía modales, un tendero retirado de sus negocios. Y el otro, delgado, casi famélico, un tipo muy raro, probablemente trabajaría en el cine.

Agatha Christie