La casa de los espíritus

Severo del Valle era ateo y masón, pero tenía ambiciones políticas y no podía darse el lujo de faltar a la misa más concurrida cada domingo y fiesta de guardar, para que todos pudieran verlo. Su esposa Nívea prefería entenderse con Dios sin intermediarios, tenía profunda desconfianza de las sotanas y se aburría con las descripciones del cielo, el purgatorio y el infierno, pero acompañaba a su marido en sus ambiciones parlamentarias, en la esperanza de que si él ocupaba un puesto en el Congreso, ella podría obtener el voto femenino, por el cual luchaba desde hacía diez años, sin que sus numerosos embarazos lograran desanimarla. Ese Jueves Santo el padre Restrepo había llevado a los oyentes al límite de su resistencia con sus visiones apocalípticas y Nívea empezó a sentir mareos. Se preguntó si no estaría nuevamente encinta. A pesar de los lavados con vinagre y las esponjas con hiel, había dado a luz quince hijos, de los cuales todavía quedaban once vivos, y tenía razones para suponer que ya estaba acomodándose en la madurez, pues su hija Clara, la menor, tenía diez años. Parecía que por fin había cedido el ímpetu de su asombrosa fertilidad. Procuró atribuir su malestar al momento del sermón del padre Restrepo cuando la apuntó para referirse a los fariseos que pretendían legalizar a los bastardos y al matrimonio civil, desarticulando a la familia, la patria, la propiedad y la Iglesia, dando a las mujeres la misma posición que a los hombres, en abierto desafío a la ley de Dios, que en ese aspecto era muy precisa. Nívea y Severo ocupaban, con sus hijos, toda la tercera hilera de bancos. Clara estaba sentada al lado de su madre y ésta le apretaba la mano con impaciencia cuando el discurso del sacerdote se extendía demasiado en los pecados de la carne, porque sabía que eso inducía a la pequeña a visualizar aberraciones que iban más allá de la realidad, como era evidente por las preguntas que hacía y que nadie sabía contestar. Clara era muy precoz y tenía la desbordante imaginación que heredaron todas las mujeres de su familia por vía materna. La temperatura de la iglesia había aumentado y el olor penetrante de los cirios, el incienso y la multitud apiñada, contribuían a la fatiga de Nívea. Deseaba que la ceremonia terminara de una vez, para regresar a su fresca casa, a sentarse en el corredor de los helechos y saborear la jarra de horchata que la Nana preparaba los días de fiesta.

Isabel Allende