El viejo que hacía florecer los árboles

Un anciano leñador vivía en una humilde casa a orillas de un bosque, con su anciana mujer. No tenían hijos. Un día, de camino al bosque, vio junto al camino a un perro desvalido y muy flaco. Alguien le había abandonado, y al anciano se le encogió el corazón. Sin pensárselo dos veces, le envolvió entre su kimono y lo llevó corriendo a su casa. Al verle, su mujer se extrañó.

¿Cómo regresas tan pronto- preguntó.

Entonces, su marido le mostró al perro que acababa de recoger.

¡Oh! ¡Qué bonito es! ¿Quién habrá podido abandonarlo? Le curaremos y cuidaremos de él como si fuera nuestro hijo.

Y así fue cómo la pareja de ancianos dedicaron todos sus esfuerzos al salvar al asustado animal, que muy pronto comenzó a sentir un profundo amor y agradecimiento hacia ellos. Al fin recuperó su peso y su hermoso pelaje blanco. Y la pareja le puso el nombre de ‘Shiro’, que significa ‘blanco’.

Meses después, el anciano partió con su azadón hacia un lugar del huerto que tenía junto a su casa. Y de pronto, Shiro, que le acompañaba dando brincos de felicidad a todas partes, empezó a ladrar y a saltar como un loco en un rincón del huerto, señalando con la pata y el hocico al suelo.

El anciano pensó que quería mostrarle algo, así que cavó donde el animal señalaba. Y al instante manó del agujero una fuente de monedas de oro. El hombre, totalmente impresionado, corrió con las monedas para contarle a su mujer lo que había pasado.

Pero alguien había estado observando todo: su vecino, que era muy codicioso, le había espiado entre los matorrales y lo había visto todo. Muerto de envidia, pidió al anciano al día siguiente que le dejara el perro.

Solo un día- le dijo- Me gustaría cuidarlo durante un solo día.

El anciano, conmovido por sus ruegos, accedió. El vecino llevó entonces a Shiro a su huerto, arrastrándole con la correa, ya que el animal, que podía ver los sentimientos codiciosos del vecino, sentía terror hacia él.

Y como no era capaz de moverse, el malvado vecino le ató a un árbol y le obligó a señalar algún lugar del suelo. Temblando, mostró con el hocico el trozo de tierra al que podía llegar y el hombre empezó a cavar. Pero en lugar de oro, solo encontró andrajos y zuecos viejos. Enfadado, golpeó con el azadón al perro, cortando con el golpe la cuerda al tiempo que le hacía una profunda herida.

Shiro escapó desesperado y corrió hacia la casa de sus amos. Al legar, el anciano se horrorizó al verlo:

¡Shiro! ¿Qué te han hecho? ¡Oh, perdóname, amigo! ¡No puede ser!

A pesar de los intentos de los ancianos por curar su herida, el pobre animal murió.

Al día siguiente le enterraron en el lugar donde Shiro les había indicado que había oro. Y allí mismo plantaron un pequeño pino. La magia comenzó a actuar entonces. El árbol empezó a crecer con tanta rapidez, que en 15 días ya era un enorme pino que daba sombra a toda la huerta.

Las personas del pueblo acudían a diario a ver aquella maravilla.

¡Es increíble!- decían unos.

¡Es un milagro!- decían otros.

La pareja estaba convencida de que era el espíritu de Shiro quien hacía crecer aquel árbol así.

Recordando lo que le gustaban a su querida mascota los rollitos de arroz, decidieron hacer con el tronco del árbol un mortero para llevarle a la tumba su comida favorita. Con mucha delicadeza, el anciano taló el árbol y creó un hermoso mortero. Pero, al moler el grano, vieron con asombro que éste se transformaba en oro. La noticia circuló rápido por la pequeña aldea, y llegó a oídos del malvado vecino, quien acudió enseguida a pedirle prestado el mortero al anciano.

Me siento fatal por lo que le pasó a Shiro- dijo mintiendo el vecino- Por favor, deja que le lleve rollitos de arroz a la tumba. Pero necesito que me dejes el mortero, porque el mío se rompió.

El anciano, conmovido, le dejó el mortero, y su avaricioso vecino fue con él corriendo a su casa. Su mujer comenzó a moler los granos de arroz, con los ojos sedientos de codicia, pero en lugar de oro, solo aparecían andrajos y zuecos viejos.

¡Maldito viejo embustero!- gritó el hombre- ¡Este mortero no sirve para nada!

Y diciendo esto, lo rompieron en mil pedazos y lo tiraron al fuego.

El anciano fue a buscar su mortero al día siguiente, y el vecino le dijo:

Ya no está. Se rompió al primer golpe y lo tiré al fuego.

El anciano se horrorizó al ver su mortero convertido en cenizas, pero en lugar de odio sintió mucha pena. Decidió llevarse las cenizas de su mortero para esparcirla sobre la tumba de su querido amigo. Pero por el camino, justo cuando pasaba por unos árboles desnudos por el invierno, un viento sopló e hizo volar parte de las cenizas, que al posarse sobre las ramas de los árboles, comenzaron a llenar de flores y vida a las plantas. Las personas que estaban cerca, contemplaron el milagro del viejo que hacía florecer los árboles atónitos. Todos los árboles florecían, mientras que el anciano canturreaba contento:

¡Mirad, mirad, el viejo jardinero hace florecer los árboles!

Y dio la casualidad que un ilustre señor pasaba por allí. Al ver lo que sucedía quedó maravillado y dijo al anciano:

¡Es la primera vez que alguien hace florecer un árbol! ¡Es tan hermoso! Anciano, te mereces una recompensa.

Y diciendo esto, le tendió una enorme bolsa con monedas de oro. El vecino, que lo había visto todo, lleno de ira, recogió las pocas cenizas que quedaban del mortero y corrió en busca del noble.

¡Espere! ¡Yo también sé hacer eso!

¿Ah, sí? ¿Tenemos dos personas con el mismo don esta pequeña aldea? ¡Demuéstralo!

Y el malvado vecino esparció las cenizas. El viento hizo que fueran directas hacia el noble, que no pudo evitar toser, mientras decía:

¡Menudo granuja mentiroso! ¡Te mereces un castigo!

Entonces, el vecino, ahora sí, arrepentido, le contó todo lo que había pasado, y cómo había dado muerte al perro.

¡Ahora entiendo que todo es culpa mía! – dijo entre sollozos – Por favor, estoy arrepentido, dadme una oportunidad y demostraré que puedo transformar mi corazón.

El noble, que era bondadoso, decidió darle esa oportunidad. Desde entonces, el vecino cambió por completo. Ayudaba en todo a los ancianos y acudía con frecuencia junto a ellos a la tumba de Shiro para ofrecerle esos rollitos de arroz que tanto le gustaban en vida.